"26"
"26" es un joven que hasta no hace mucho estaba en la adolescencia. Ahora está sentado a mi lado y aguarda su turno sin hacer nada. Yo, en cambio, leo con el móvil (en realidad no). Estamos en el Punt TMB de Universidad, he perdido mi T Usual de 6 zonas y quiero tramitar una nueva.
Sus brazos están tatuados casi íntegramente y sus pantalones negros ya no podrían ajustar más sus delgadísimas piernas. Lleva la cabeza rapada en los lados, pero conforme sube hacia la parte superior, el pelo se va haciendo cada vez más largo, tupido y crespo. Son dos realidades capilares intencionadamente desproporcionadas. Es la barba la encargada de equilibrar, ¿luego?, las cosas para abajo.
Enfrente de nosotros hay una chica, también joven, y sus ojos son tan, pero tan turquesa que resultan muy hermosos para mirar. Él no parece advertir la posibilidad de esa bella recursividad.
Tengo la impresión de que en «26» convive demasiado cómoda la vergüenza y, con ella, cierta división subjetiva que le construye una versión personal de la inseguridad. Y de la incomodidad. De él mismo, claro. Sólo que sobreactúa lo contrario. Defensivamente.
Sus manos son armoniosas, pero sus uñas están mordidas casi hasta ese límite sintomático en donde el placer se vuelve dolor.
Yo regreso al móvil, pero nomás como un hábito de época, acaso un automatismo, pues miro sin mirar. Ahora «26» se pone a buscar alguna cosa que parece no encontrar entre sus papeles, resopla con cierto fastidio, gira su cabeza y de la nada me dice (bueno, de la nada, de todo lo anterior de dentro de mí, pero que yo juzgaba invisible):
—En 10 días me voy a vivir a la Argentina.
—¡¿Ah, sí?! —digo yo, sorprendido en serio, primero de que me hable, y segundo de su texto.
—Yo soy argentino —digo.
—Me lo pareció —dijo él—, no sé por qué, pero estaba seguro y (medio) sonreía moviendo la cabeza levemente para ambos lados, como si hubiese ganado una apuesta contra alguna otra parte suya más escéptica.
Continúo sorprendido. No estaba al tanto de que me observara, de que podría ser yo fuente de sus especulaciones, y mucho menos el dueño de una argentinidad tan prominente.
—Sí, me voy por trabajo, soy músico. Y mi novia es de allá, argentina como usted. Es cantante.
—¿Qué tocás?
—El violonchelo. Y un poco el piano. Y a veces escribo poesías también, pero muy de vez en cuando, la poesía, a diferencia de la música, es «indomable» para mí.
—Qué bueno —digo. Iba a decirle que alguna vez yo también estudié violonchelo, que todavía lo conservo en casa de mi madre, que escribo poesía de vez en cuando y que también a mí a veces me resulta indomable, pero recordé que estoy próximo a cumplir 53 años y que la vida interior hace tiempo que se me está tornando un tanto intransferible, que estoy lleno de estas micro sensaciones que caen invariablemente del lado de la soledad, de la de uno mismo, claro. Que hacerse grande es también poder contemplarlas bien. Saber estar.
Miro la hora y me doy cuenta de que ya es tarde y que todavía tengo para un rato más. Resuelvo venir mañana más temprano y no a este, sino al Punt TMB de Diagonal, que suele estar menos concurrido.
—Supongo que Bs. As. te gustará. ¿Es allí donde vas, no?
—Sí. Por suerte hay metro allí también. Es en sus trayectos donde más suelo escribir.
—El metro es destino y viaje a la vez —digo.
—Bueno, un gusto. Buen viaje y mucha suerte en tu nueva vida. Debo irme, no llegaré a tiempo al trabajo si no. Te dejo mi número, yo era el «26».