El tiempo de Mary
El gran metro no solo conectaría lugares, sino también personas, tiempos. Era un lugar común para muchos, pero para Mary se convertiría en el escenario de su vida, un viaje que duraría cien años.
Aquel 30 de diciembre del 24, Mary subió al metro. Joven, elegante, con su sombrero cloché al tono, su diario, una maleta con algunas prendas, y muchos sueños. El vagón estaba iluminado por la tenue luz de las bombillas incandescentes, el aire olía a esperanza. Aquel día, no sabía que el metro se convertiría en su hogar, su habitación, su ventana al mundo.
A medida que los años pasaban, notaba cambios a su alrededor: Los vagones, los asientos de madera, los anuncios pintados a mano, la ropa. Pero Mary seguía igual, atrapada en un bucle atemporal que solo ella parecía notar.
Cada día, el metro se detenía en las mismas estaciones, parecía contarle que el mundo exterior evolucionaba a un ritmo frenético. Mary veía los cambios, miraba los titulares en los periódicos que leían algunos pasajeros, veía cómo la ciudad cambiaba y crecía, cómo el mundo se transformaba, guerras, revoluciones, cambios en el paisaje urbano, avances tecnológicos. Pero ella seguía allí, en su asiento habitual, con su maleta y su diario, escribiendo sobre los cambios que presenciaba, sobre las personas que subían y bajaban, sobre las conversaciones que escuchaba y los amores fugaces que imaginaba.
El tiempo transcurría de una forma extraña, Mary comenzó a sentir que el metro tenía vida propia. Las luces parpadeaban de manera extraña en ciertas estaciones, y el sonido de las ruedas sobre los rieles parecía formar palabras, mensajes que solo ella podía entender, sabía perfectamente qué le decía. El metro se convirtió en su confidente, su único vínculo con un mundo que avanzaba sin ella.
Cien años después de su primer viaje, Mary miró a su alrededor y vio un vagón lleno de personas absortas en unos dispositivos raros, ajenas a la historia que las rodeaba, buscó a alguien leyendo un periódico, para ver un titular, para saber qué pasaba, pero no lo encontró. Se preguntó si alguien notaría su presencia, si alguien más sentiría la extraña conexión que ella tenía con aquel lugar. Pero no, ella era invisible, un fantasma atrapado en el flujo del tiempo, atrapada entre personas desconectadas entre sí.
Curiosamente el metro llegó a una estación que no reconocía. Las puertas se abrieron y se sentó a su lado una joven, Mary miró su libro, se miraron, se sonrieron y en una breve conversación, supo que se llamaba igual que ella. Mary sintió que era hora de bajarse. Con su maleta en una mano y el sombrero en la otra, dio un paso fuera del vagón y se encontró en un lugar donde el tiempo no tenía significado. Sabía que tenía que hacer un trasbordo. Allí, el viejo metro la esperaba, no como un vehículo, sino como un viejo amigo, listo para llevarla a su próximo destino.
La joven que leía “Una habitación propia”, al levantarse Mary, sonrió, hizo un gesto con la cabeza para saludarla y ambas dijeron al unísono: “…hasta pronto Mary”, sonrieron, se siguieron con la mirada hasta que el metro arrancó. Al volver la vista al asiento vacío, la joven vio un viejo diario, ya no lo podía devolver, no tenía teléfonos ni direcciones, le sobrevino una breve desesperación por lo que implicaba esa pérdida para: Mary…
…en ese momento comprendió, comprendió todo, la única opción era seguir escribiendo ese diario.
Mientras el metro se alejaba, llevándose consigo un siglo de recuerdos, Mary sonrió nuevamente.