La luz del túnel
La luz del metro acercándose por el oscuro túnel era algo que le fascinaba, pero sobre todo le aterraba.
Firmemente agarrado de la mano de su madre le encantaba asomarse al abismo negro cuando oía que se acercaba el convoy. Primero el haz se reflejaba en la pared y después dibujaba la curva. Conforme aumentaba el ruido también se hacía más potente el brillo que, a punto de entrar en el campo de visión del pequeño Arnau, ya alumbraba la cavidad entera. Y entonces aparecían esos dos potentes faros como dos ojos salidos del mismísimo infierno acompañados de las ventanas que creaban la ilusión de un gusano gigante abriéndose paso bajo la tierra.
Ese momento era el que más le asustaba porque, una vez visible el convoy, pasaban muy pocos segundos hasta que la cabeza alcanzaba el andén y el estruendo inundaba la estación. Arnau ahí pensaba que le iba a arrollar, pero su madre siempre le apartaba.
Ya con nueve años se dio cuenta de que si se colocaba en el extremo más alejado del andén no daba tanta impresión, pues el tren ya llegaba prácticamente parado. Fue entonces cuando descubrió que viajando a la cabeza, pegado a la cabina, podía entrever los túneles como si fuera él el conductor. Y su fascinación sólo hizo que aumentar. Ahora las luces no venían hacia él, sino que salían de él. Los faros iluminaban constantemente las vías y las paredes más cercanas. Aquello era distinto, entonces parecía tener el control.
En su adolescencia aquella costumbre de ir delante no había cambiado. Viajando ya él solo, un día en la estación de Passeig de Gràcia vio cómo otro conductor se metió en la cabina. Al abrirse la puerta pudo ver claramente los mandos. Pero la sorpresa no acabó ahí, porque la conversación entre ambos le permitió saber algunos detalles de su oficio y alguna anécdota.
1945. Ya llevaba un par de años como aprendiz de zapatero de su padre, pero él no quería remendar calzado; tenía muy claro lo que quería ser.
Junio de 1947. El calor en Barcelona se había adelantado. En la estación era difícil hasta respirar, o quizás eran sus nervios. Cuando entró en la cabina tuvo que quitarse la chaqueta y dejar airear la camisa ante la mirada reprobadora de su instructor. Primer día como maquinista. Primera vez que iba a llevar un tren con viajeros. Y no podía estar más contento.
Un viaje que siempre recordaría fue junto a su mujer y su hija cuando esta tenía sólo tres añitos. De Sant Antoni a Tetuán, un trayecto que disfrutó sobre todo cuando la pequeña se sentó en su regazo y quiso empujar la palanca de tracción ella solita. Núria no parecía tener ningún miedo a la oscuridad o a las luces, pero es que los niños de aquella época eran mucho más espabilados que los de antes.
Sentado en los asientos prioritarios con su mujer le parecía que el tiempo había pasado como un suspiro, más rápido que el trayecto entre Urgell y Rocafort. Miró a su Mercè y le apretó la mano pensando en la buena vida que habían tenido juntos. Con sus altibajos, pero llena de amor y rodeados de familia. La locución que anunciaba la parada de Liceu interrumpió sus pensamientos, pues ya llegaban tarde al teatro.
Cien años. Arnau pensaba postrado en la cama de su casa, rodeado de sus hijos, que había vivido todo un siglo. Pese a las lágrimas de sus descendientes él estaba sereno y muy agradecido por haber visto tanto. Ahora sus ojos se cerraban para siempre. Volvía a ver el oscuro túnel, pero ahora la luz no venía hacia él, sino que él se acercaba ya a su
última estación.