Generación a generación.

v8javier

En una ocasión, hace ya mucho tiempo y a la edad de cinco años, la misma que mi hija justo cuando decido narrar esta historia, mi padre y yo bajamos al andén del metro de la mano por primera vez. La parada, mi primera parada, Llucmajor línea 4. No entendía adónde íbamos, mi padre quiso mantener la sorpresa hasta el final. Esas escaleras no eran las de casa, tampoco las del colegio; así que ¿adónde me llevas, papá? Él dibujó una sutil sonrisa en la cara, pero sus labios no llegaron a despegarse en ningún momento, aun así, mantuvo durante unos instantes una dulce mirada. Estaba ansioso por descubrir lo que me esperaba al final de todos esos escalones, mojados por la lluvia caída durante el día.


Una vez llegamos al extremo del andén, recuerdo vagamente cómo, ante mí, un gran pasillo largo y oscuro se extendía hasta donde alcanzaba la vista, me sobrecogió y quise dar un paso hacia atrás. Justo cuando había conseguido relajarme, me invadió el miedo cuando vi por primera vez que dos ojos brillantes aparecían al fondo de esa oscuridad y poco a poco se iban haciendo más grandes. Le acompañaba un viento que despeinaba mi pelo y un ruido desconocido para mí. He de admitirlo, ahora sí que me asusté de verdad.


Me agarré con todas mis fuerzas a la pierna de papá. Me contaba mi padre que llegué a asustarme, pero me cambió la cara cuando vi el tren parado por completo ante mí; me invadía el asombro, llegué del miedo a la emoción con la misma rapidez con la que aquel monstruo de color por aquel entonces, blanco y azul, se detuvo ante mí. También mi padre notó a partir de ese momento un alivio en su pierna. Aquel gusano de metal tan largo y que no estaba ahí hace un momento, me llenó de asombro. Ese momento, perdura en mi consciencia hoy en día.


Y precisamente hoy es mi hija la que, cuatro décadas después, refleja la misma cara de asombro. Los vagones han cambiado mucho los detalles, el mobiliario, la publicidad de las paredes, y también el sonido del tren es muy diferente a lo que recordaba cuando yo era pequeño. Y sí, después de tantos años, recuerdo perfectamente el sonido que hacía el convoy cuando, poco a poco, abandonaba la estación. También, un olor característico de los travesaños de madera de las vías quedó grabado en la memoria de mi olfato.


Son las mismas emociones y la misma cara de asombro las que hemos mostrado mi hija y yo, emociones separadas por muchos años, pero que recuerdo perfectamente y seguro también le sucederá en un futuro a mi hija.


Ahora mi pequeña se ha inventado un juego, mientras esperamos pacientemente el tren que nos lleve a casa. Cuando se va el convoy que tenemos al otro lado del andén, nos gusta contar las chispas que se desprenden del pantógrafo cuando el gusano de hierro se esconde poco a poco en su oscuro túnel. Algunas veces contamos dos, tres, a veces ninguna, pero ese juego inocente nos mantiene atentos y pasamos unos instantes emocionados. Cuando ninguna de esas chispas ilumina la parte alta del túnel, es mi hija la primera en no decepcionarse. Es ella la que dice, ¨papi, no pasa nada, mañana volveremos a ver si hay más suerte¨.


Ella cuenta con volver mañana, sabe que viajar en el metro forma parte de nuestras vidas, y eso le gusta.


Quiero pensar que, cuando llegue el momento, sea mi hija la que a su vez cuente a sus hijos lo que papá le enseñó por primera vez, del mismo modo que el papá de papá, y así indefinidamente, para que los juegos y ese mundo mágico que se esconde bajo la acera, perdure en el tiempo.

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