Sirenas

Gárgola

Luis entró en el piso. "Madre, ¿dónde está?" "En la cocina , respondí". "Ande, arréglese que la invito a un chocolate en la calle Petritxol". "Y eso?" "Pues nada", dijo Luis, "que he pensado que le iría bien un paseo y, como la semana pasada colocaron las escaleras mecánicas en el metro de Lesseps, vamos a celebrarlo con un chocolate, que es lo que más le gusta a usted". Un chocolate, pensó la mujer y, le vinieron a la mente aquellos tres días aciagos de hacía 22 años.


16 de marzo de 1938


El perro de la señora Engracia empezó a ladrar esa noche, presagio de lo que estaba por llegar. A los pocos segundos, sonaron las sirenas. Entré en la habitación, cogí a la pequeña en brazos y levanté a Luis de la cama. Les dije flojito que teníamos que salir un momento de casa. Luis me miró con recelo, cuando me vio coger el hatillo. En aquel hatillo, preludio nocturno de involuntarias huidas, había guardado lo imprescindible: una manta, agua, algo de comida, unas velas y una estampa de San Judas Tadeo para que nos protegiera.


Aquella noche el frío arreciaba, y los tres, abrazados para darnos calor, salimos del portal, camino al metro de Lesseps.


Las sirenas no cesaban y se oyeron los primeros bombardeos a lo lejos. La gente aparecía corriendo por toda la plaza. Los niños llorando en brazos de sus madres, a medio vestir, por la premura del momento. Al llegar a la marquesina de la estación, bajamos las escaleras atropelladamente.


En el andén, encontramos un hueco, abrimos el hatillo y extendimos la manta en el suelo. Abracé a los pequeños y al rato, noté por su respiración profunda que estaban dormidos. Miré hacia la pared y me di cuenta del cartel de colores. Yo apenas sabía juntar las letras y me entretuve en intentar leer lo que ponía. "Chocolate...". En el cartel se veía una familia feliz, disfrutando de un chocolate caliente. Me dije que aquello era la felicidad. Nosotros también éramos una familia, o lo que quedaba de ella, en cuanto a lo de feliz, nos lo estaban poniendo difícil, la verdad. Ahí estaba yo, sola con los chiquillos, su padre, Mariano, andaba con las milicias obreras y, desde el comienzo de la guerra, poco se dejaba caer por el piso. Y yo, haciendo de tripas corazón, sobrevivía con lo que Mariano nos traía cuando asomaba por casa, raro era el día que había algo más que un pedazo de pan negro y plato único que llevarse a la boca.


Era medianoche cuando se oyó el segundo ataque. Alguien tenía una radio, se hizo el silencio. "Los escuadrones italianos están bombardeando el centro de Barcelona". El terror se apoderó de los que estábamos allí. Las sirenas no paraban de sonar, el final de una alarma se confundía con el inicio de la siguiente, sin dar respiro. Sin saber cómo ni cuándo, me dormí abrazada a los pequeños. Al día siguiente, los bombardeos seguían. Por la radio indicaban que las incursiones no habían cesado en toda la noche y, a primera hora de la mañana había tenido lugar el cuarto bombardeo. Solicitaban que se permaneciera en los refugios.


Aquello iba para largo, distribuimos como pudimos la comida que cada uno traía y nos dispusimos a esperar que aquel infierno finalizara. Asi estuvimos cerca de 2 días, muertos de miedo, sin saber que ocurría ni cuando saldríamos. La tarde, del día 18, volvimos a casa.


A los pocos días supimos que los bombardeos habían dejado cerca de 1000 muertos. Poco a poco volvimos a la normalidad, nos mantuvimos en pie y seguimos adelante, pero el recuerdo de lo ocurrido permanecerá en nosotros.


 

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