Los hombres lloran en el Metro
En las primeras estaciones, la línea 4 se va llenando de a poco, cada uno ocupando esas filas de asientos azules enfrentados, o tomándose de los caños de acero para aguantar la suave inercia del arranque y la frenada.
El viejo sube en Trinidad Nova, como todas las mañanas para ir al trabajo, vestido de sport y gorra, pequeño, delgado, de piel cetrina, con esas arruguitas que todavía no representan los años que sus ojos cansados delatan, porque todavía tienen el brillo de los que pueden dar más. Enseguida nomás, en Vía Julia, sube un muchacho grandote, de cara bonachona, redonda y azabache, pelo corto rizado. Mientras el Metro avanza, suave por esos túneles que horadan Barcelona, la del subsuelo como un queso gruyère, cruzan miradas, de esas en que los migrantes se reconocen en la ciudad que es de todos y ya no es de nadie.
En el largo trayecto entre Llucmajor y Maragall los ojos redondos, negros y tristes del muchacho empiezan a lagrimear, de a poco pero in crescendo, por esa fisura del dique de la angustia que se agranda en cada balbuceo. Tal vez un pasado ominoso, un presente sin futuro, una madre que está lejos, o un amor que no ha podido ser, aparecieron de pronto, en el anonimato que otorga el Metro. El viejo sabe que en la soledad acompañada de los vagones en movimiento aparecen ausencias, amores perdidos, fantasmas de la memoria, de lo que no hizo, de lo que puede hacer y, sobre todo, se desvanece el futuro que no existe. Por eso le observa empático, sin fijarle la mirada porque conoce cuando la angustia asoma su garra demoledora y no hay labio que te muerdas, no hay ojos que aprietes, que puedan aguantar el río de lágrimas que la ahogue para no hundirte.
En la ciudad de las trescientas lenguas, mientras el muchacho no puede contenerse ya, el viejo prescinde de la palabra y elige el gesto, se levanta lentamente, ahora sí lo mira fijo con ojos de “Compañero, aquí estamos” y le da un pañuelito de papel. El tren se acerca suavemente a Alfonso X, el muchacho agradece con una mueca gentil, el viejo baja. Una vez más el Metro le ha dado una oportunidad solidaria, porque el viejo y esos trenes impecables saben que los hombres lloran en el Metro.