El viaje de F. García

F. García

Comienza el descenso con el primer escalón. Continúa en el segundo. No son muchos escalones a primera vista. Miras a la izquierda y ves unos escalones mecánicos que se mueven en sentido contrario. «¿Por qué siempre son ascendentes estas escaleras mecánicas?», te preguntas mientras buscas la tarjeta verde en el bolsillo pequeño de la mochila. Observas a la gente que viaja en estas con los brazos cruzados mientras sus cuerpos son llevados a la superficie y te acuerdas del cuadro La escalera del divino ascenso. Te sorprende que para algunos el mecanismo de las escaleras no es lo suficientemente veloz y vuelven a convertirlas en simples escaleras al pegarse al lado izquierdo y subir los escalones con rápidas zancadas, esquivando a las almas más tranquilas.


Has llegado al meridiano de la bajada. Lo sabes, no por la puerta bífida transparente que tienes delante, esperando su ofrenda matutina; sino porque ha cambiado el aire. Aquí nada queda de la fría brisa del amanecer que te ha recibido al salir de casa. Hasta aquí no llega la mano del Sol. De repente, sientes una fuerte corriente de aire que te golpea y te arrastra como a los lujuriosos en el segundo círculo del Infierno, motivada por la expulsión de una mastodóntica barca de metal guiada por un Caronte de chaleco rojo y mirada fija enfrentando la oscuridad. 


Aceleras el último tramo a la vez que la barca frena. Desfilan a menos de un metro de ti cientos de personas y el doble de ojos; mas todos puestos en un imposible puzzle para no hacer contacto visual tan temprano. Imposible parece también que Caronte acoja a las nuevas almas que le esperan. Más ojos fuerzan el puzzle subiendo al vagón y tú piensas en el viejo chiste de cómo se dice ascensor en alemán. Siempre llevas un libro encima, pero sacarlo para leer, extendiendo tu brazo y abriendo sus hojas, en este momento parece un acto egoísta de ocupar un espacio ilegítimo. 


El viaje son cuatro paradas. Sin libro y sin compañía, solo te quedan dos opciones: deslizarte hacia el abismal algoritmo de tu red social favorita o recurrir al onanismo mental. Miras alrededor. En el vagón hay gente joven y gente mayor, gente de todos los rincones del mundo y de todas las ideologías. Ves uniformes de trabajadores y de colegiales. Incluso entre los que están sentados los hay con ojos cerrados. Pero todos tienen la misma expresión; expresión en una cabeza que se mueve sincopada por los movimientos de este gusano de acero, pero que no cambia ni siquiera cuando algún espasmo de la bestia os empuja a unos contra otros.


Experimentas en tus carnes la Teoría de la Relatividad: «a mayor profundidad, mayor es la gravedad y mayor la dilatación del tiempo». Te ves ahí, igual que ayer e igual que mañana. Piensas que diez segundos aquí es mucho tiempo. Piensas si Sísifo querría usar una escalera mecánica.


Por fin llegas a tu destino. Son las ocho y abandonas la L1 en Arc de Triomf. A tu encuentro acuden una vieja y motorizada amiga, servil y encantada de darte un último empujón en tu trayecto. El triunfo de la modernidad es electrificar lo arcaico, lo demás son piedras en el bolsillo. No subes las escaleras, las trepas. Tienes prisa por salir, pero ninguna en llegar a tu destino. El cielo ya no es el mismo, el Sol, enfadado de no encontrarte a su salida, brilla ya con fuerza.

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