Mapa de latidos

Costilla de barro

 


Sobre la mesa del escritorio descansa un cuaderno marrón de cuero gastado. En la portada, casi borradas por el roce de los dedos, hay unas letras doradas: Mi diario. Debajo, una pegatina donde pone: Mapa de latidos. Del lomo cuelgan cuatro cintas de colores que se deshilachan en las puntas. Corresponden a cuatro fechas. La primera cinta es de color rosa. La abro:


 


Lunes, 15 de septiembre de 1980


El aire huele a tabaco y a aceite de máquina vieja. La luz parpadea. De repente, veo llegar un dragón de acero tosiendo chispas bajo los raíles. Las puertas se abren. El vagón está a reventar de gente. Consigo entrar y me agarro a una barra. Ahora huelo a sudor mezclado con colonia. Va a ser mi primer día y estoy muerta de miedo. Una gota de sudor resbala por mi espalda. Me duele la barriga. Miro hacia abajo. Hay un hombre sentado leyendo La Vanguardia: “Primer Parlament de Catalunya”, leo. A su lado, una chica con mallas escuchando un walkman. Seguramente es mayor que yo. Acabo de cumplir dieciséis. Hoy mis amigas empiezan el instituto. Yo empiezo a trabajar. Me gustaba estudiar. Pero es que mi padre ha muerto. Me sudan las manos. Hace calor, sin embargo, el sudor que sale de ellas es frío.


 


Abro la segunda cinta, de color negro:


Sábado, 9 de noviembre de 1996


Huelo a chicle de fresa. Debe venir del vendedor sentado en el suelo cerca de mí. Llevo a mi hijo y a mi hija cogidos de la mano. Dos pasos por delante está mi marido pendiente de la llegada del metro. El tren llega con un gemido metálico y las puertas se abren. Tres sitios libres. Mis hijos corren a sentarse. Me dejan un sito en medio y mi marido se queda de pie allí cerca. Nos mira sin expresión. Me fijo en un chico que está de pie, frente a nosotros con la carpeta de la UB. Me quedo embobada mirándole la carpeta y los ojos me brillan. Mientras tanto mi hijo se pone de rodillas en el asiento para mirar por la ventanilla. Mi marido se abalanza sobre él y lo vuelve a sentar. Luego me mira con las pupilas contraídas como agujas de alfiler. Yo bajo la mirada. En el suelo hay tickets azules. Mis párpados caen con la pesadez de quien ha cerrado muchas puertas dentro de sí. Vuelvo a fijarme en el chico. Lleva una pegatina en su chaqueta de pana: “Prou Repressió”. Suspiro.


 


La tercera cinta es de color verde:


Sábado, 25 de abril de 1998


Estoy en el andén. Voy a hacer el examen de acceso a la universidad para mayores de 25 años.


 


La cuarta es morada:


Lunes, 18 de septiembre de 2001


Va a ser mi primer día en la universidad. Aprobé al tercer intento. He dejado la casa recogida. Mis hijos en el colegio y a mi marido la comida preparada. Estoy en el metro, abrazada a mi carpeta. Se para y entra un grupito de jóvenes con la misma carpeta. ¡Dios! Si casi les doblo la edad. Me duele la barriga.


 


Ya no hay más cintas. Busco la primera página en blanco. Escribo:


Lunes, 10 de febrero de 2025:


Bajo en el ascensor de cristal hasta el andén. Miro la pantalla digital y leo que el próximo tren entra en un minuto. Pronto escucho el zumbido de una bestia color naranja y blanca con vagones acristalados. Las puertas se abren. Me siento y escucho una voz grabada: “Pròxima estació: Navas”. El vagón se va llenando de jóvenes estudiantes. Los miro y sonrío, aunque me vuelve a doler la barriga, pero menos.


Hoy no he dejado la casa recogida. Mis hijos ya no van al colegio. Mi marido dejó de serlo y, si sonrío, es porque pienso que estos jóvenes estudiantes no van a ser mis compañeros, sino mis alumnos.


 

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