El Gran Metropolitano

Charleston

El pitido que anunciaba el cierre de puertas sonó y, corriendo, Marina logró entrar al tren justo antes de que éste cerrara sus puertas.


Miraba su teléfono mientras de vez en cuando levantaba su mirada para ver la parada por la que iba, hasta que, en una, arrastrada por una gran aglomeración de personas, se vio obligada a bajar.


Miró la parada en la que estaba, pero algo le resultó extraño. ¿Aragón?, ¿Había una parada así en la línea verde? No le sonaba, y ella se subía cada mañana a la misma línea.


—Disculpa, querida, ¿estás bien? —preguntó una voz tras ella. Al girarse, se encontró con tres mujeres, vestidas con gabardinas largas, tacones bajos y sombreros Charleston. Eso la hizo fijarse a su alrededor, todo el mundo empleaba una indumentaria similar, parecían sacados de… los años 20.


—¡Ay por Dios!, ¡qué haces enseñando tanta piel en un lugar público?! —exclamó una de las tres mujeres, que rápidamente se sacó su gabardina para ponérsela sobre sus hombros a Marina. —Tendrás problemas con tu marido si haces eso.


—¡Pues que enseñe la piel que quiera! Estoy harta de tener que ir tan tapada, ¡ni que fuéramos monjas de clausura!, ¡¿y qué importa lo que diga su marido?! A ver si puedes tú divorciarte del tuyo —exclamó otra de las mujeres. 


—¡Ay, Isabel!, ¡No digas esas cosas en voz alta que te oirán! —le riñó la tercera.


—Perdonad, pero… ¿Qué le ha pasado al metro? —preguntó Marina, observando su alrededor, completamente cambiado a cómo lo recordaba.


—¿Qué le va a pasar? Pues que está lleno de gente, como siempre desde que lo inauguraron hace unos meses, y mira que solo tiene cuatro paradas —dijo la mujer llamada Isabel.


—Espero que pronto hagan más paradas, me gustaría poder llegar a la playa a través del metro, me gustaría que, al salir del subsuelo, pudiese oler el sabor salado del mar —dijo la mujer que le había prestado la gabardina a Marina.


—Antes prefiero poder llegar al trabajo, así no tenemos que andar tanto con este uniforme y zapatos tan incómodos —comentó la tercera mujer.


—Bien dicho, María Carmen, si tenemos que aguantar las miradas lascivas del putero de nuestro jefe, que al menos sea sin estar fatigadas —dijo Isabel.


—¿Trabajáis juntas? —se atrevió a preguntar Marina.


—Pues claro, querida, ¿si no cómo crees que nos conocemos? —le contestó Isabel—. Aunque entre nosotras, Dolores, aquí presente, además es una excelente escritora, pero todavía no se atreve a firmar sus trabajos —continuó Isabel, haciendo que la mencionada agachara la cabeza con vergüenza.


—¿No firmas lo que escribes? —preguntó Marina, curiosa. Dolores solo rió.


—¡Mírala! ¡Qué forma tiene de hablar! —señaló María Carmen.


—Si mi padre se enterara, volvería a catar el cuero de su cinturón, y no es algo que me agrade especialmente, no le gusta que haga cosas de hombres.


—¡Aquí viene el tren! —avisó Isabel.


Las cuatro pararon esperando a que el metro frenara, y cuando sus puertas abrieron, solo Marina se subió a este. Confusa, la chica se giró hacia ellas.


—¿No subís? —preguntó.


—Mira esa forma que tiene de hablar —señaló María Carmen, negando con su cabeza.


—Nosotras no subimos, solo tú, este tren te llevará de vuelta a tu presente —dijo Isabel, en una ligera risa.


—Tú debes seguir luchando en tu tiempo, nosotras ya lo hacemos en el nuestro —le dijo María Carmen.


—Espero que en vuestro tiempo consigáis que el metro llegue a más lugares —le dijo Dolores.


—Y las mujeres también —Isabel le guiñó un ojo y las puertas cerraron.

T'ha agradat? Pots compartir-lo!