Piso menos 100

Petrus

Rufo, tembloroso en sus brazos y envuelto en su mantita a cuadros verdes y rojos, parecía un highlander venido a menos. Había pasado mala noche tosiendo y Carlota decidió llevarlo al veterinario a primera hora de la mañana. Era difícil saber si temblaba por causa de la gripe, por el frío de la hora, porque iba al veterinario o porque entraban en el metro, ese agujero bajo tierra lleno de gente que aturdía sus sentidos.


 


Carlota fue directa a tomar el ascensor, la manera más rápida de llegar al andén de la línea 10, la más moderna, tecnología punta, sin conductor, con doble puerta, rápida, segura, vamos, un lujazo. Cuando llegó frente a él la puerta se cerraba dejando en su interior a un grupo de turistas japoneses cargados con maletas descomunales que le sonrieron al unísono, esperó entonces al siguiente. Subieron solos, Rufo seguía temblando cuando el ascensor empezó a descender, un piso, dos, tres… ya deberían haber llegado, pero el ascensor no hacía ademán de parar, siguió bajando y bajando, diez, veinte… Rufo empezó a aullar con tanto sentimiento que el aullido se transformó en quejido y luego en llanto, cincuenta, sesenta… cien.


 


La puerta del ascensor se abrió y lo que apareció ante los ojos de Carlota no fue el andén del piso menos 3 de la estación de Collblanc, los bancos eran de piedra y la estación lucía un alicatado blanco de baldosas rectangulares que recubrían enteras las paredes y un techo abovedado del que pendía una catenaria gruesa como la soga de un ahorcado; aquel ascensor los había llevado hasta el piso menos 100, hasta la primera estación que se construyó y entró en servicio hacía cien años. El metro salió del túnel entre los chirridos de las ruedas, que hacían saltar chispas de los raíles a las órdenes de la palanca del freno que accionaba un conductor uniformado en la cabina del convoy. Rufo había dejado de temblar, Carlota quiso comprobar su estado, pero cuando apartó la mantita a cuadros lo que apareció fue un niño de unos seis meses, la misma edad de Rufo, con el cabello de un tono canela idéntico al pelaje del can. Consternada, entró en el vagón e intentó sentarse sobre los listones de madera barnizada de los asientos, le costó un poco, cuando lo consiguió pudo comprobar que los pies no le llegaban al suelo, sus zapatillas deportivas se habían transformado en unas botas de cuero marrón y llevaba medias blancas, sus pantalones y su sudadera eran ahora un vestido azul bebé con encaje de bolillos en las mangas y sobre el que caían dos trenzas rubias ¿trenzas? ¡pero si ella jamás había llevado trenzas!


 


El convoy se puso en marcha y empezó a acelerar, deprisa, deprisa, rápido, rápido, veloz, ultrasónico. Carlota, con los ojos cerrados, estrechaba a aquel niño, quien quiera que fuese, contra su pecho y el niño lloraba cada vez más fuerte, con tanto sentimiento que el llanto se transformó en quejido, hasta que empezó a aullar. Carlota abrió los ojos y se encontró en el ascensor con Rufo en sus brazos, envuelto en su mantita a cuadros verdes y rojos. No se habían movido de la planta cero, el ascensor estaba fuera de servicio.


 


Carlota salió a la superficie con Rufo saltando a su lado, feliz. Recordó entonces la historia que tantas veces le había contado su abuela: la de la niña de las trenzas rubias que se perdió en los túneles del recién inaugurado metro con su hermanito en brazos y que no lograron encontrar jamás. 


 

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