Doritos

Marcos Chalco

Sale apurada y no espera a nadie. “Olivia” le gritan sus amigas para avisarle que se ha dejado los apuntes del examen de microeconomía que tiene el próximo jueves. Da media vuelta resignada y pierde 5 minutos valiosos que luego, como el peso argentino, quedaran totalmente devaluados. Al volver a su curso original se da cuenta que tendrá que cambiar de plan ya que el bus la ha traicionado. Ha partido puntual a pesar de su mala fama. Se sube al metro en zona universitaria y escoge el pasadizo de color verde que indica un viaje de veinte minutos hasta llegar a Passeig de Gràcia. 


                  La pantalla de control anuncia que son 7 los minutos de espera, y ella que odió matemáticas durante todo el colegio, termina conciliándose con ellas al hacer un cálculo mental con el que concluiría que su día en efecto puede ir a peor. Ya no solo es la pelea con sus compañeros de marketing por el orden de presentación, ni tampoco el suspenso en contabilidad, sino que llegará tarde para hacer de canguro con un niño de 6 años que aún no conoce y es su primer día. 


         El momento llegó y ella se sube rápido para pillar lugar. Se sienta en el tercer asiento de la mano izquierda y procede a mirarse fijamente en el espejo opaco que le hace frente. Pasan unos segundos y en un pestañear ya está en Palau Reial. Llegada esta instancia se sube un niño y su madre y se sientan a su lado. ¡LÍNEA! diría alguien si esto fuese un cartón del bingo. El niño tiene rizos dorados y está dotado de pecas en su rostro angelical. Trae con él un avión de papel, realizado en su clase de artes que realiza en el barrio de Les Corts. Olivia no puede parar de mirarlo y casi por completo se olvida de su ansiedad derivada por el retraso. Piensa en lo feliz que debe ser el niño, y cree que su delantal manchado de muchos colores es prueba de eso. 


         “Propera parada: Drassanes” anuncia la voz de una mujer catalana de unos 40 años de media, cree ella. El niño se le gira y con su tenue y filosa voz inicia una presentación.


—Me gusta tu pelo, huele a miel -dijo Miki.


—Muchas gracias. A mí el tuyo me encanta. Lo tienes mejor cuidado que yo incluso. ¿Cuál es tu secreto? -preguntó Olivia.


—Comer muchos doritos -responde Miki, mientras  relame sus bastoncitos anaranjados.


Ambos se ríen, pero a él le faltan las dos paletas y eso genera una sensación de confort y ternura dentro de Olivia. 


La madre del niño le avisa que en la próxima parada se tendrán que bajar y lo entrena llegado el momento. Olivia escucha de fondo la conversación para distraerse de su problema original ,pero el alivio de que ya no queda casi nada la calma. Piensa  que los transportes públicos son muy peligrosos, tanto para los peques como para los abuelos. Se imagina que su nonna no soportaría las turbulencias del metro y menos las horas punta de la L3.


«Passeig de Gràcia», se anuncia a los pasajeros, y ella se levanta para anteponerse a la horda de catalanes que están por salir. Sale a la superficie y empieza a caminar mucho porque sabe que necesita el dinero si quiere irse de viaje a la Cerdanya con sus amigas.  Atraviesa un par de semáforos y por fin llega a su destino. Toca el timbre y nadie contesta. Se extraña y empieza a llamar al padre del niño, pero es absurdo. De repente ve a esa pequeña bestia vacilona de rizos dorados acercándose a ella junto a su sensei.


—Hola, me llamo Miki -dice el niño, acercándole su bolsa de snacks en forma de ofrenda.


 

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