María

Gorki

Tras años de espera, la estación de San Ildefonso de la línea cinco inauguró un soleado día de 1976. Un hombre añoso, desaliñado y aturdido esperaba ansioso frente a ella. Estaba realmente nervioso. Al fin, después de años distanciados, se reencontraría con María. Una sonrisa traviesa se dibujó en sus labios al imaginar el rostro de alegría y emoción de su amada. 


Pagó su billete de ida y descendió hasta el andén. El metro llegó atravesando las sombras del túnel y nuestro protagonista entró en el primer vagón. Tomó asiento y vislumbró a varios viajeros murmurar y observarle. No entendía el porqué, pero poco importaba. Pronto la vería. 


El viejo metro emprendió su viaje hacia Barcelona. Lentamente, los segundos se convirtieron en horas y los minutos en milenios. Después de dos noches en vela, el sueño hizo acto de presencia. Cerró los ojos y la vio. Lucía un sedoso vestido blanco con estampados florales. Su larga cabellera dorada ondulaba al compás del viento y sus ojos azul celeste le perforaban el alma. Era el amor de su vida. Le tomó la mano y caminaron juntos por la orilla del mar. 


El traqueteo del ruidoso vagón le arrebató el sueño de cuajo. Comprobó que tan solo quedaban cinco paradas. Pronto empezó a tener frío y hambre. Deseaba verla, sentirla y besarla. En el asiento izquierdo halló un ramo de tulipanes rojos, la flor preferida de su amada. No recordaba haberlas comprado. Instantes después, descubrió que era el único pasajero del metro.


Consternado, alzó la vista y contempló el paisaje que se dibujaba frente a sus ojos. Aquel metropolitano había emergido a la superficie. Podía ver cómo se desplazaba entre los edificios de la calle Roselló, la misma donde ambos cruzaron por primera vez sus miradas. Tras las ventanas, contemplaba la sonrisa de niños entusiasmados saludándolo a su paso. El reluciente sol templó el frío que calaba sus huesos. 


Mágicamente, aquel viejo metro se había convertido en un tren dorado y elegante. Los descuidados asientos pasaron a ser auténticos tronos tapizados de rojo. Atrás quedó aquel vaivén ensordecedor del vagón. Frente a él, contempló un opulento vinilo que hacía sonar la pieza musical preferida de María: Bolero, de Maurice Ravel. 


El majestuoso tren atravesó el paseo de Gracia a la altura de la avenida Diagonal. Tan solo restaban dos paradas para llegar a su destino. Dejó de sentir hambre y repentinamente sus manos empezaron a temblar. Mil mariposas revolotearon en su estómago y un fuerte dolor brotó en su corazón. El amor inconmensurable que sentía por María se manifestaba en su cuerpo de todas las formas imaginadas por Cupido.


A lo lejos vislumbró su destino. A los pies de la Sagrada Familia, una impresionante estación de mármol de estilo modernista repleta de vidrieras se erguía a su derecha. En el gran andén, tan solo un viajero esperaba su llegada. Era ella. Aminorando la marcha, el tren se detuvo bajo la última obra de Gaudí. Las puertas se abrieron y aquel hombre bajó con un ramo de tulipanes rojos bajo el brazo. De sus ojos brotaron lágrimas. Aquella sonrisa que tiempo atrás había imaginado en sueños se materializó en los labios de María. Ella, con la seguridad y el cariño que únicamente el verdadero amor otorga a unos pocos, le agarró la mano y juntos subieron a bordo de su tren dorado. Este, seguido de un fuerte silbido, emprendió la marcha alzándose por el cielo de Barcelona en un infinito viaje sin retorno.


 


 

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