El cartero siempre llama dos veces

Muriel

Ya nadie recuerda la estación de Correos, la que dejó de estar operativa en el 72, el mismo año en el que mi abuelo fue declarado fuera de uso, después de cuarenta años de servicio como cartero. Lo veía cada mañana a la hora de entrar en la escuela, él iba con la correspondencia de todo el barrio a cuestas en su gruesa cartera de cuero, donde llevaba las ilusiones de muchos, las decepciones de algunos y las noticias de todos.


Empezó a repartir cartas allá por el año 34, en tiempos de puño y letra, de tinta y cuartilla, de sobre y sello. Ese mismo año entró en servicio aquella estación del metro, hasta allí se desplazaba cada día en busca de la saca con la correspondencia que debía repartir. El vagón se llenaba cada mañana de guardapolvos, monos azules, uniformes desgastados y alguna que otra cofia.


Sentada al fondo del vagón, una muchacha de cabellera salvaje y ojos de anaconda observaba al pasaje cuaderno en mano y, de vez en cuando, deslizaba un lapicero sobre sus páginas. Durante unos días, mi abuelo notó esos ojos clavados en su fisonomía mientras la punta del lápiz recorría sinuosa la superficie del papel. Una mañana, a punto ya de bajar del vagón, la muchacha se acercó y le tendió una cuartilla, en ella la figura de un hombre deconstruido rellenaba el espacio baldío del papel, justo debajo se podía leer Cartero que llama a la puerta. Lo firmaba una inicial, M.


El abuelo y M se veían en el metro a diario y a veces hablaban, del tiempo, de su rutina… ella asistía a clases de dibujo y pintura en la Escuela de Artes y Oficios y a menudo cargaba carpetas enormes donde guardaba los esbozos que mostraba orgullosa al abuelo que los miraba con atención, intentando encontrar sentido a aquellas formas, a aquellos trazos. Llegó un día en que dejaron de verse, ella se fue a París a completar su formación y el abuelo solo supo de su vida mucho después, cuando la prensa se hizo eco de la visita de un famoso pintor holandés a Barcelona, por entonces pareja de M. Mi abuelo acudió a la sala donde el pintor exponía sus obras con intención de saludarla, reconoció a lo lejos su cabellera, todavía salvaje, pero le fue imposible acercársele, rodeada de gente como estaba. En un rincón apartado de la sala, dos de los cuadros le devolvieron a su memoria los trazos que tantas veces había visto en el metro, la misma contundencia, la misma determinación, dos cuadros, dos tan solo entre cuarenta en la exposición, dos gotas de agua en el océano.


Esta tarde acudo a la muestra Pioneras del expresionismo abstracto, una de las actividades del ciclo Mujeres del siglo XX que organiza el consistorio para poner en valor a todas aquellas que jamás fueron reconocidas, sus obras están expuestas en una estación del metro que quedó fuera de uso, entre ellas tres cuadros atraen mi atención por su trazo rotundo: Metro Correos, Autorretrato de anaconda y Cartero que llama a la puerta otra vez. Las tres las firma una inicial, M.


 

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