Los colores del silencio
El tren se desliza bajo la tierra, devorando estaciones con una monotonía hipnótica. A su paso, la ciudad se desdibuja como un sueño a punto de desvanecerse. La gente sube y baja, se apura, se empuja, pero nosotros estamos al margen, sombras que se mueven en un espacio sin nombre. Solo luces parpadeantes y el eco de nuestros pasos resuena en los pasillos del metro.
La primera vez que te vi fue aquí, en este mismo vagón. No fue un encuentro casual; fue como si el tren nos hubiese escogido, como si estuviéramos destinados a viajar juntos sin importar el destino. Desde entonces, seguimos en movimiento, siempre al borde de un cambio que nunca llega. Nuestra conexión es un hilo invisible, un verso inacabado que se resiste a desaparecer.
El vagón está lleno, pero la distancia entre nosotros sigue intacta. Te observo sin que lo sepas, atrapado por el enigma de tu quietud. Hay algo en tu mirada, en la manera en que te fundes con el paisaje sin pertenecerle. Siento que si respiro demasiado fuerte, romperé el frágil equilibrio que nos une.
El tren frena bruscamente. Durante un instante, todo parece desmoronarse: el espacio entre nosotros, el aire denso, la certeza de que este viaje es eterno. La gente murmura, ríe, se apresura, pero nosotros seguimos atrapados en un tiempo suspendido. No necesito seguirte con los pies; te sigo en la forma en que existes, en la huella que dejas incluso cuando permaneces inmóvil.
Las estaciones se suceden, cada una como una cicatriz efímera en nuestra historia. Me pregunto si alguna vez bajaremos, si alguna vez este trayecto tendrá un final. Pero algo nos mantiene aquí, atrapados en este susurro de metal y neón.
El tren da un giro brusco. Mi cuerpo se sacude y mis pensamientos se dispersan como hojas barridas por el viento. Te miro de reojo, temiendo que, si te observo demasiado, el instante se quiebre. Pero no lo hace. Algo ha cambiado, sin embargo. Lo sé, aunque no sepa nombrarlo.
Entonces, una ráfaga de aire frío se cuela por las rendijas del vagón. Es un soplo ajeno, un recordatorio de algo que no está aquí, pero que nos alcanza. Los graffitis de las ventanas se diluyen y, por un instante, siento que flotamos en un umbral entre dos mundos.
Tus ojos se posan en mí. Es un instante fugaz, una chispa apenas perceptible. Pero dentro de esa mirada hay algo que me atraviesa. No es ternura ni curiosidad, sino algo más profundo. Es piedad. La misma que he visto en los ojos de las nubes antes de la tormenta.
No puedo respirar. El tren avanza, pero mi pecho se llena de todas las estaciones que dejamos atrás, acumulándose hasta que pesan demasiado. El ruido del mundo desaparece. Solo queda el silencio que nos envuelve con la suavidad de una sombra.
Entonces, la última estación se anuncia con un chirrido metálico. Las puertas se abren. Nadie nos empuja, nadie nos llama. El vagón se vacía poco a poco, hasta que solo quedamos tú y yo.
Tú te levantas.
Cruzas el umbral sin voltear. La puerta se cierra.
El tren arranca de nuevo.
Me quedo solo.
Y en ese instante lo comprendo: este viaje nunca fue nuestro. Solo mío.
Tú nunca estuviste aquí.