El último viaje del abuelo

Perseida

Valeria sujetaba con delicadeza el brazo de su abuelo mientras caminaban por el andén de la L3. Aquel viaje era especial. No porque fueran a un lugar nuevo, sino porque sería el último que haría junto a él antes de que se mudara a una residencia.


El anciano miraba a su alrededor con una mezcla de nostalgia y admiración. Para los demás, el metro era solo un medio de transporte. Para él, era un testigo silencioso de su vida.


—En esta estación —señaló con un gesto tembloroso—, conocí a tu abuela. Yo trabajaba en la construcción del metro por aquel entonces. Un día, ella se equivocó de tren y terminó aquí, perdida. Le ofrecí ayuda, pero me quedé sin palabras cuando me sonrió. Desde ese día, siempre quise equivocarme de trayecto si eso significaba volver a verla.


Valeria lo escuchaba con el corazón encogido. Mientras el tren avanzaba, su abuelo le relató más recuerdos. La primera vez que llevó a su hija a la escuela en la L1. La emoción de cuando le entregaron el casco de ingeniero, el sueño de su vida hecho realidad. Los años en que trabajó en la ampliación de nuevas estaciones, vigilando con orgullo cada estructura que iba tomando forma. Cada parada era un fragmento de su historia, cada trayecto, un capítulo de su vida.


El abuelo se quedó en silencio cuando el tren se detuvo en una estación intermedia. Observó el cartel con atención, y luego le dijo a Valeria:


—Esta estación era mi favorita cuando eras pequeña.


Ella frunció el ceño, intentando recordar.


—Solíamos bajar aquí para ir al parque. Siempre corrías hasta los columpios y me pedías que te empujara más alto. "Más, abuelo, más alto". Y yo te decía que si subías demasiado, podrías volar.


Valeria sonrió con los ojos empañados. Recordaba esos días, pero nunca se había detenido a pensar en lo importantes que habían sido para él.


El tren continuó su camino, y Valeria observó a su abuelo con detenimiento. En su mirada había algo más que nostalgia. Había un atisbo de resignación, de despedida. Como si, con cada parada, fuera dejando atrás pedacitos de sí mismo.


—Sabes, Valeria… nunca he subido a un metro solo. Siempre he estado acompañado de alguien que amo.


Ella sintió un nudo en la garganta. No supo qué responder de inmediato. Miró por la ventana y vio su reflejo junto al de su abuelo. Ahí estaban, dos generaciones unidas por un mismo viaje. Pensó en todas las veces que él la había llevado de la mano, asegurándose de que llegara segura a su destino. Ahora, el tiempo había cambiado los papeles, y era ella quien lo guiaba en su último trayecto.


—Entonces seguiré viajando por ti, abuelo —susurró finalmente—. Para que tu historia nunca se detenga.


El anciano la miró con gratitud y acarició su mano con la ternura de quien entiende que el tiempo es imparable, pero el amor permanece.


Cuando el tren llegó a la última estación, Valeria ayudó a su abuelo a bajar. Se quedaron un momento en el andén, dejando que el murmullo del metro los envolviera. El anciano cerró los ojos y respiró hondo, como si quisiera grabar ese instante en su memoria para siempre.


—Prométeme que no dejarás de viajar, Valeria. Que seguirás subiendo a estos trenes, encontrando nuevas historias, viviendo nuevas aventuras.


Ella asintió, sintiendo una mezcla de tristeza y esperanza.


—Te lo prometo, abuelo.


Y así, mientras la ciudad seguía su ritmo imparable, Valeria comprendió que algunos viajes nunca terminan, sino que continúan en quienes los recuerdan.

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