277 de pie y 20 sentadas
En mi viaje me acompañan cuerpos de proporciones insólitas y expresiones raras.
Me veo reflejada en un cristal y la mancha roja de mis labios solo aumenta el estupor. Nada está donde debería. ¿Será que los dioses no se han puesto de acuerdo esta mañana? ¿Será la profundidad por la que circula el tren la que todo lo desmesura?
Se abren las puertas del vagón y allí estamos, en el andén, persistentes. Como si cada estación fuera un festín, el metro nos engulle, cincuenta, cien, cien más y se empacha cuando somos doscientas noventa y siete. Doscientas setenta y siete criaturas de pie y veinte sentadas, esa es la cifra exacta. El número y la disposición lo hacen posible. Todo comienza en mi nuca, en ella puedo sentir los suspiros de mis acompañantes. Cada cálida exhalación hace que me compadezca. Veo sus sueños. Sueños arrebatados por cada jornada, como los míos.
Una urgencia doméstica me arranca de la oficina y me devuelve al túnel. ¡Qué sorpresa! Reconozco a un viajero; compartimos el vagón cada mañana. Su altura y su mochila, que imita el escudo de Capitán A, lo han delatado. Él gira hacia mí. ¡Qué maravilla! De inmediato noto como mi mandíbula cae y mis ojos se escapan de su órbita, ya no es tan alto y su cara… ¡Qué maravilla! Dejo que mi mente juegue y se sumerja en su mundo de héroes y villanos para entender el milagro. Descubro que el cine está reemplazando los hechos. Sacudo la cabeza y regreso al tren. ¡Ya está! Puedo verlo, no es ficción. Su cuerpo corriente y la armonía de su rostro tienen una causa. ¡Es alegría! Se marcha. Nunca sabré la pócima que lo sumergió en el paraíso; lo acepto.
A la mañana siguiente el Capitán A no se presentó en el andén, no fue engullido por el tren. Me gustaría explicar lo ocurrido a mis acompañantes, especialmente a aquellos que han advertido la ausencia. Me gustaría desvelar lo ocurrido horas antes. Pero una incómoda comodidad me recorre. No lo haré. No, no lo haré. ¡No, no lo haré!