El corazón y las arterias de la ciudad

Albert Ginia

Primero hay que esperarlo, nunca tarda mucho en llegar y si no viene este, vendrá el siguiente. Las luces rojas brillan de manera parpadeante y hacen un sonido intermitente: laten como un corazón. Yo entro de rebote a este orden caótico, buceo entre la gente y trato de encontrar sitio mientras me miro en la ventana que parece un espejo. 


 


Hay una chica de pelo naranja, como en esos cuadros que romantizan la época medieval. Me la imagino estirada en un río, llena de flores de colores. Es trágico que sea tan bello. ¿Vendrá de una tragedia o de un romance? 


 


La mujer mayor con estampado de leopardo y el señor con boina harían buena pareja para una obra de teatro de esas que resuenan en la sala como si las paredes fuesen gentiles con el eco de las emociones y las dejasen caer y subir. Ahora solo les queda la paciencia en su mirada, los ojos cansados descansan detrás de unas gafas que tapan un poco las arrugas. Una mujer con un jersey de lana morado lee un libro y se parece a mi madre. 


 


Otra mujer con un turbante mira el móvil; su hijo de pelo rizado lleva un punto blanco en cada oreja: debe estar escuchando vidas o momentos que están pasando en otro lugar o en otro tiempo. Todo pasa cada vez más rápido y no hay manera de asimilarlo. 


 


La línea roja te lleva adonde le pidas, por eso todo el mundo le pide ayuda a la mañana, a la tarde o a la noche. La habrán inaugurado como el gran triunfo de la tecnología y ella, incansable, sigue dando vida a las arterias de la ciudad, en un mundo diferente que en el fondo es el mismo.


 


Se oye el eco de algo fresco, como ese viento que llega por una ventana entreabierta. Es alguien cargando un altavoz muy grande, encima de un carrito. Tiene la voz profunda y una chaqueta gris de rombos cosidos. Dice, apuntando al micrófono: “Buenas, caballeros y señoras, les vengo a interpretar una canción muy especial para mí, espero que les guste”.


 


Unos chicos de peinado extraño se giran de repente, tienen un mate en la mano y un termo con una pegatina de la bandera argentina y la cara de Messi. El chico del conjunto verde oliva, la cadena y el zumo en la mano, levanta un momento la mirada de su móvil.


 


Comienza así: Los aretes que le faltan a la luna


 


También el tipo de chaqueta mostaza y mochila de camuflaje le presta atención. 


 


Su voz es como un melón con miel: Los tengo guardados, para hacerte un collar, los hallé una mañana en la bruma, cuando caminaba junto al inmenso mar. Se queda en esta última palabra como si se colgase de una liana.


 


Yo los guardo en un cofre dorado, son mi única fortuna y te los voy a dar. Me imagino ese cofre, casi te ciega cuando lo miras.


 


Los tengo guardados en el fondo del mar. El mar ondula hasta el horizonte. La pareja, la mujer del jersey morado, la del turbante, su hijo de pelo rizado y la chica pelirroja, todos están sonriendo. Las tragedias se han escapado y solo queda una alegría sostenida. Qué preciosos ojos tiene la chica del cuadro, ojalá pudiese quedármelos para siempre.


 


Puedo respirar, respirar, respirar y mirar sin despistarme. Solo existe esto.


 


Vuelven las luces rojas parpadeantes y escucho el corazón de la ciudad, que me expulsa hacia la superficie, cortando el ritmo perfecto como un metrónomo. El estribillo se repite y se modifica, deslizándose como unos patines sobre hielo. 


 


El recuerdo de mi madre escuchando los Beatles en esa galería luminosa me pega como una bala de repente. Este tren nunca va a volver.


 


 

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