El tren hacia la orilla del mar
Salgo de la escuela. El frío de la noche me corta las mejillas, pero me hace volver a respirar. Mientras camino hacia el metro, unas lágrimas empiezan a brotar de mis ojos, últimamente cargo con demasiado peso, pero no quiero llorar ahora, así que me las seco con la mano rápidamente. Llego a las escaleras que bajan al subterráneo, no puedo evitar fijarme en las personas que me rodean: una mira el teléfono mientras sus labios se curvan hacia arriba, algunas caminan con la mirada perdida, y otras están rodeadas de amigos que les hacen sonreír. Amigos. Hecho de menos a los míos, antes nos veíamos cada día, pero ahora estamos demasiado lejos… Sigo caminando y llego a una máquina donde acerco mi tarjeta y las puertas se abren a mi paso. Voy hacia otras escaleras y, mientras las bajo, siento un nudo en la garganta que no consigo liberar por mucho que trague saliva. Piso el último peldaño y, frente a mí, encuentro el andén. Me fijo en la pantalla que cuelga del techo, quedan tan solo treinta y cinco segundos para que venga el tren. Vaya, parece que en algo tengo suerte. Me quedo esperando de pie con la mirada perdida mientras una lluvia de pensamientos empieza a repiquetear en mi cabeza: “¿Seguro que tendría que haber dicho eso?”, “Quizás este no es mi camino”, “Si tuviera otra forma de ser...” De pronto, el sonido de un motor que se acerca, me saca de mi ensimismamiento: el metro ha llegado. Se abren las puertas y me introduzco en el vagón lleno de gente, aunque consigo ver un hueco libre al lado de una barra, así que, me agarro a ella, e inmediatamente, las puertas se cierran y el vehículo arranca. Ahora que estoy aquí dentro, parece que ha dejado de llover sobre mí, solo oigo las voces de la gente que me rodea. En unos segundos, todo se para y me bajo del vagón, el tren se va y la lluvia vuelve. Mierda. “No llores otra vez” me digo, aunque ni siquiera sé por qué, si lo único que necesito hacer en este instante es dejarme sentir. “¿Por qué quiero llorar? No debería, es vergonzoso.” Cuando pronuncio esas últimas palabras en mi mente, me doy cuenta de que no son mías, pero las he interiorizado tanto que me hacen doler el pecho. Cansada de mis pensamientos, me siento en el banquillo que tengo justo detrás de mí y, sin ya poder controlar nada, noto que mis lágrimas empiezan a caer como gotas de lluvia en primavera: una tormenta sin truenos ni rayos estalla en mi interior, no siento rabia, solo dolor. Respiro. Me doy cuenta de que la gente que está allí, se muestra indiferente y a nadie parece importarle. Saber que nadie me presta atención me relaja.
En este espacio en el que estoy ahora, dejando que todas las lágrimas que llevo dentro de mis ojos salgan a la superficie, empiezo a sentirme libre por primera vez en mucho tiempo. Me doy cuenta de que, mientras menos aceptas las cosas, peor te sientes: te pierdes y dejas de sentirte, te mueres con los ojos abiertos y el corazón bombeando; te dejas llevar por la corriente de ese mar profundo en el que te has perdido en algún momento de la vida y no sabes cómo regresar a ti. Respiro. Hay días en los que el mar apenas tiene olas y puedo sentir los rayos del sol sobre mi corazón; hay otros, en los que las olas rugen con fuerza debido al viento que las empuja, y hoy, es un día que siento diferente. De pronto, otro tren llega y se detiene en la vía, me da por mirarlo y veo que la dirección a la que va, es una en la que nunca me había subido.
Quizás, este tren sea el que me lleve hacia la orilla del mar.