El último tren

Thales

Es casi media noche, pensó, mientras apretaba el paso por las estrechas calles del Raval. A y trece pasaba el último tren por Liceu. Tengo tiempo, se dijo, pero no estaba ya seguro de nada. Tenía la vista nublada por el alcohol y las piernas se movían más bien por inercia. Había sido una noche larga de copas y llanto.


Mientras bajaba por las escaleras, se dio cuenta de que el penúltimo tren acababa de irse. El andén estaba casi desierto, pero había personas que no parecían haberse bajado del tren, parecían estar esperando el siguiente. Era raro, pero no le dio mayor importancia. Según el cartel indicador, faltaban doce minutos para que llegara el último tren. Toca esperar, se dijo, y se sentó en un banco.


No pasaron ni dos minutos. Llegó el tren y se abrieron las puertas. Dani entró, seguido por un hombre desaliñado y una mujer de vestido blanco. Se dejó caer en un asiento y cerró los ojos, tratando de calmar el vértigo. El traqueteo del tren era casi hipnótico.


De repente, un susurro lo despertó. Abrió los ojos y vio a la mujer del vestido blanco sentada frente a él, observándolo fijamente.


—¿Estás bien? —preguntó ella.


Dani asintió, aunque no estaba muy seguro. Había algo extraño en la mujer, en sus ojos, su piel y su voz.


—Debes tener cuidado —le dijo, inclinándose un poco más cerca.


Antes de que Dani pudiera responder, el hombre desaliñado se levantó tambaleándose. Sus ojos estaban vidriosos y su aliento olía a alcohol.


—¡Fantasma! —gritó, señalando a la mujer—. ¡Es un fantasma!


Dani se quedó paralizado, sin saber qué hacer. La mujer del vestido blanco no se movió, pero su expresión se endureció.


—No soy un fantasma —dijo ella con firmeza—. Pero hay cosas en este tren que son mucho peores.


El hombre desaliñado se rio y se dejó caer en un asiento cercano. Dani sintió un escalofrío en la espalda. Las luces del vagón parpadearon y, por un momento, creyó ver sombras moviéndose en las ventanas.


—¿Qué está pasando? —preguntó, tratando de mantener la calma.


La mujer lo miró con seriedad.


—Este tren está maldito —dijo—. Cada noche, a esta hora, recoge a los perdidos y condenados. Algunos de nosotros estamos atrapados aquí para siempre.


Dani sintió que el pánico comenzaba a apoderarse de él. Miró a su alrededor, buscando alguna señal de que todo aquello era solo un mal sueño. Pero las sombras seguían moviéndose y el tren seguía avanzando, llevándolos cada vez más lejos de la realidad.


—¿Cómo salimos de aquí? —preguntó, su voz temblando.


La mujer del vestido blanco suspiró.


—No es fácil —dijo—. Pero hay una manera. Debes enfrentarte a tus miedos, a tus errores. Solo entonces podrás encontrar la salida.


Dani cerró los ojos, tratando de recordar cómo había llegado a ese punto. Recordó el bar, los tragos, la sensación de vacío que lo había llevado a buscar consuelo en el alcohol. Recordó otras cosas más, se entristeció, pero, al final, abrió los ojos y miró a la mujer.


—Lo intentaré —dijo con determinación.


La mujer sonrió. Su sonrisa parecía estar cargada de ilusión pero también de tristeza.


—Entonces, tal vez haya esperanza para ti —dijo.


El tren se detuvo de repente. Las puertas se abrieron y Dani se encontró de nuevo en el andén. Miró a su alrededor, confuso pero aliviado. Seguía estando en Liceu. El tren, la mujer de blanco y el hombre desaliñado habían desaparecido.


A los pocos minutos, llegó el último tren. En casa, alguien lo esperaba, y por primera vez en mucho tiempo, sintió que podía enfrentarlo con una nueva esperanza.


 

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