La última parada

Erwin

Eran las 00:17 cuando Álex entró apresurado en la estación de Jaume I. Había perdido el último tren regular y ahora dependía del servicio nocturno, ese que pocos usaban porque siempre tenía un aire extraño. Las luces parpadeaban en los pasillos vacíos, y el sonido de sus pasos rebotaba en las paredes con un eco inquietante.


 


Al llegar al andén, notó algo extraño: en la pantalla digital no aparecía el tiempo de llegada del próximo tren, solo una línea de interferencias. Antes de que pudiera pensarlo demasiado, un sonido metálico y oxidado anunció la llegada de un vagón viejo, cubierto de polvo y con las ventanas empañadas.


 


Las puertas se abrieron con un chirrido y, dudando, Álex subió. Adentro, la luz era tenue, amarillenta, y el aire olía a humedad y metal antiguo. Solo había tres pasajeros: una mujer con el rostro cubierto por un velo negro, un hombre trajeado con la mirada perdida y un anciano con un periódico amarillento. Álex se sentó al fondo, sintiendo que algo no encajaba.


 


El tren avanzó lentamente. Álex intentó mirar por la ventana, pero en vez de túneles familiares, solo vio un negro absoluto. Cuando intentó comprobar su ubicación en su teléfono, se dio cuenta de que no tenía señal. Frunció el ceño y miró al resto de los pasajeros. La mujer del velo se giró lentamente hacia él y, aunque su rostro estaba oculto, Álex sintió su mirada clavada en su alma.


 


El tren se detuvo en una estación desconocida. En el cartel se leía "CENTENARIO", pero esa parada no existía en la red de metro. Las puertas se abrieron, pero nadie subió ni bajó. Álex se estremeció y decidió levantarse para preguntar al conductor, pero cuando se giró, los pasajeros lo observaban con ojos hundidos y vacíos.


 


El hombre del traje sonrió con una boca demasiado ancha.


 


—Ya casi llegamos —susurró.


 


El tren arrancó con una sacudida. La luz parpadeó y, en ese instante, Álex vio su reflejo en la ventana. Pero no era él. Era alguien más. Su propio reflejo lo observaba con una sonrisa siniestra, moviéndose a destiempo con él. Su corazón latía desbocado cuando una mano helada le tocó el hombro.


 


La voz del anciano resonó en su oído:


 


—Ya es tarde para bajarte.


 


Las luces se apagaron. Y el tren siguió su marcha, perdiéndose en la oscuridad eterna del subsuelo barcelonés.

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