Entre Rieles y Recuerdos

Nerechu

El tren llegó con su sonido metálico y el eco de pasos dispersos en el andén. Sofía subió con calma, como si aquel viaje no tuviera prisa. Se sentó junto a la ventana y observó su reflejo en el cristal. Pero lo que vio no fue solo su rostro: en la transparencia del vidrio, apareció otra imagen, un recuerdo borroso que pronto cobró nitidez.


 


Era ella, de niña, sentada en aquel mismo vagón. A su lado, su padre leía un libro con atención, mientras su madre le acariciaba el cabello distraídamente. El tren avanzaba con suavidad y el tiempo parecía congelado en aquel instante. Sofía cerró los ojos y dejó que el traqueteo del metro la llevara de vuelta a esos días en los que todo era más simple, más seguro.


 


—Papá, ¿por qué el metro nunca se detiene en el mismo lugar? —preguntó su voz infantil.


 


Su padre sonrió sin levantar la vista del libro.


 


—Porque la vida sigue moviéndose, Sofi. Aunque volvamos al mismo sitio, nosotros ya no somos los mismos.


 


Las palabras resonaron en su mente como un eco lejano. Abrió los ojos y vio el reflejo desvanecerse, dejando solo su propia imagen adulta en el cristal. El tren seguía su curso, y con cada estación, más recuerdos emergían.


 


Recordó las tardes en que su madre le tomaba la mano y le señalaba las paradas, enseñándole a ubicarse en la ciudad. Recordó las historias de su padre sobre los túneles y las máquinas, y cómo su voz le hacía sentir que todo estaba bajo control. Pero ahora, el metro avanzaba en silencio, sin esas voces familiares que la acompañaron durante tantos años.


 


Una nueva parada apareció ante sus ojos y, con ella, otra escena olvidada. Tenía doce años y lloraba en un asiento del metro, con la cabeza gacha. Su madre le sostuvo la mano con dulzura, y tras unos segundos de silencio, le habló con voz serena:


 


—Las penas, como los trenes, llegan... pero también se van.


 


Sofía no entendió del todo en ese momento, pero la frase quedó grabada en su memoria como un murmullo suave, y con los años comprendió que su madre no trataba de consolarla con promesas vacías, sino de enseñarle a esperar con paciencia, sabiendo que incluso el dolor, tarde o temprano, sigue su camino.


 


El metro continuó su trayecto, llevándola a otros recuerdos. La primera vez que subió sola al tren, con el billete bien apretado en la mano, nerviosa y emocionada. La noche en que volvió tarde de una fiesta y su padre la estaba esperando en la estación, fingiendo que casualmente había decidido salir a dar un paseo. La última vez que viajó con ambos, antes de que la ausencia se instalara en su vida.


 


Cuando el tren se detuvo en una estación cualquiera, Sofía se quedó inmóvil, con el corazón apretado. Sabía que al bajar, el viaje en el metro continuaría, que los recuerdos seguirían esperando en algún vagón, en algún asiento vacío. Inspiró hondo y sonrió con tristeza.


 


Se puso de pie con lentitud, acarició distraídamente el asiento como si quisiera retener algo de ese pasado y caminó hacia la puerta. Antes de cruzarla, se giró hacia el vagón vacío y susurró:


 


—Gracias por el viaje.


 


Las puertas se cerraron detrás de ella y, mientras el tren se alejaba, Sofía sintió que no se iba con las manos vacías. Algo de ese último viaje se quedaría con ella para siempre.

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