Alambres

Siena

Cada mañana, de camino a clase, cruzo un parque tras la plaza tras la parada de metro. Sigo en fila el camino estrecho que me obliga a caminar justo detrás de alguien y delante de alguien más, como una hilera de hormigas direccionada por la estrechez de un tramo en obras –hace tanto tiempo que la calle no goza de su anchura habitual que he aprendido los atajos, el ángulo de giro, las curvas, con la misma precisión de quién memoriza un cuerpo–. Y por ese andar entrecortado de quién ve su capacidad de movimiento coartada presiento la prisa de la gente al caminar. Aunque cada uno se dirige a un sitio distinto, de lejos, la línea de caminos estrechos y flechas y piernas parece que termine en un solo lugar.


 


No lo hace.


 


Porque en cuanto el fin de la acera rota lo permite, se confunden los cuerpos en el espacio ancho y dejamos de ser hilera, una sola pieza, y nos hundimos entre la paz y el aire del poder elegir dónde pisar. Hace poco tiempo, cuestión de minutos, que la congregación de cuerpos viajaba bajo tierra. Ahora el cosquilleo del siguiente vagón acercándose en las plantas de mis pies, como un recuerdo. Se acerca tímido, como el viento que acaricia mis mejillas, e imagino en el subsuelo nuevos cuerpos, otras vidas: madres e hijas, niños y niñas, estudiantes, jubilados, hombres y mujeres vestidos con trajes de oficina. Estiran los brazos que se acogen valientes a las barras de metal. Sale el sol, es hora punta, un nuevo día.


 


Cada mañana, de camino a clase, sigo las mismas líneas pintadas en el suelo, leo mensajes escritos en los carteles fijos, juego a adivinar ilusiones y sueños en las apariencias de mis compañeros de viaje. Cuando bajo -siempre la misma estación- y giro -siempre a la izquierda- descubro en la orilla de las escaleras mecánicas un técnico trabajando con alambre de acero. Manipula la cuerda hasta trenzarla en una especie de espiral gris, y no puedo evitar ver en las suyas el reflejo de mis manos esta mañana entrelazando tres mechones de pelo: es el mismo movimiento, la misma intención (diría, incluso, que el mismo cuidado). Y de ese detalle se despliegan en mi mente todas las formas que puede adoptar un movimiento intencionado, como hacer girar un utensilio entre las manos, y me conmueve la idea de entender la Humanidad como un mismo cuerpo con distintos potenciales. Como un bebé que, por pura mímica, aprenderá a formalizar todos los gestos con la inocencia minúscula que solo busca expandirse. Y ver qué formas prende, y qué cosas toca, y qué lugares pisa sin saber que, algún día, conseguirá estremecer a alguien solo con sus gestos, o hará temblar de placer a alguien solo con tocarlo. O se asombrará (la criatura, la que apenas empieza a producir muecas) al hallar en los gestos ajenos parte de los suyos. Y tal vez llegue a la misma conclusión a la que llego caminando bajo tierra por el metro, entre un tropel de vidas que busca decidida la salida, viendo un hombre hacer girar en espiral un alambre de acero. Y se alegrará, quizá por alivio de no ser único en el mundo, de que entre los vagones todos compartamos un mismo viaje, un mismo rumbo, un mismo cuerpo. Un mismo caminar.

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