NURIA

José Abred

NURIA


José Abred


 


Hoy, en el autobús, Alberto me dice, señalando con la mirada a una joven ─ ¿Ves esta muchacha del traje negro?


La identifico. Está de perfil. No he reparado antes en ella. Es hermosa, morena, de facciones, ¿cómo diría?… serias, pero a la vez amables. Respira confianza en sí misma. Viste un elegante, pero sobrio traje chaqueta negro y va maquillada, sombra de ojos verdosa, labios rojo subido, mejillas sonrosadas. Peinado impecable. No lleva pendientes ni adorno alguno.


Es mayor que yo, como mínimo, dos años. Yo tengo dieciocho.


─Debe de trabajar en las oficinas de tu edificio, la he visto entrar allí. Nos ha mirado. También lo hizo el otro día. Estoy seguro.


Alberto y yo, algunas mañanas coincidimos en este autobús que desciende por el Paseo de Gracia. Es mi vecino de escalera, tiene unos cuarenta años, es el padre de mi amigo Luis Yo me apeo una parada antes que él. Trabajo en la recepción de un hotel que ocupa las primeras cuatro plantas de un gran edificio de este paseo. Siguen dos plantas más de oficinas. Utilizamos la misma entrada pero cada uno tiene su ascensor.


Con cara de complicidad y picardía,Alberto sigue diciendo:


─ ¿Por qué no me haces un favor y averiguas quién es y en qué oficina trabaja?


Jamás hubiera pensado que el padre de mi amigo se atreviera a este tipo de aventuras y menos aún que me considerara digno de hacerme esta comprometida propuesta.


Creo que, por la sorpresa, no atino a contestar, pero Alberto debe de entender que acepto, pues no insiste.


Casi involuntariamente,me giro para observar con más atención a la muchacha y esta vez nuestras miradas se cruzan. Debo de ser un libro abierto para ella. Pero, diría que hay algo que la intriga. De pronto, percibo por un clic en sus ojos que ha resuelto el misterio. Se dirige hacia la salida del autobús y al pasar, sonriendo, me da un pequeño empujón con el hombro. Percibo tras ella una aroma que se me hace familiar, como a cerezas. Observo quenos hemos reflejado  en el cristal de la ventana.


Baja del autobús. Voy detrás de ella. Tiene un andar airoso, juguetón, se me hace familiar. Entra en el edificio en que trabajo.


Nuria ─así la saluda Sebastián, el portero que compartimos en la finca─ recoge de sus manos la correspondencia que saca del casillero donde dice:  Ginés y Altés, Abogados, 5 C. También le entrega un periódico. Estamos casi rozándonos. No sé por qué siento que a esta chica me une algo, inexplicable… es algo que viene de lejos y de muy adentro. Todavía no he decidido si seguiré el juego a Alberto. Permanezco allí, repasando mi correspondencia mientras Nuria entra en el viejo ascensor. Manteniendo las puertas interiores abiertas y sujetando la de fuera con el pie, hace ademán con la cabeza y la mirada de esperarme, después, repasa rápidamente el remite de los sobres, deposita las cartas sobre el asiento del ascensor y despliega el periódico. Lee rápido los titulares con indiferencia. Lo cierra y lo enrolla como un canuto. Me interroga y me apremia con la mirada. Le sonrío y con cierto embarazo, le digo:


─Gracias, subiré andando.


Ella sigue sosteniendo la puerta exterior, da con el periódico unos golpes nerviosos en los cristales de una de las puertas interiores y me dice:


─Vamos, vamos, chico del achuchón en el metro, date prisa, cuatro puñeteros años llevo esperándote…


 


 


 


 


 


 


 


 

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