Máscaras Venecianas

Obispo Headmund

Apagó el televisor. Un rostro ojeroso y pálido lo miraba fijamente. En el silencio, sus pies se arrastraron lentamente hasta la ventana donde se detuvo, apoyando su hombro contra el marco. La luz de un día gris se filtraba a través de una fina niebla que caía sobre la ciudad, como un arroyo de aguas metálicas. Entre las recortadas siluetas de los árboles se veían gentes ir y venir con presteza. Antes de salir de casa dio un beso a su mujer y otro a su hijita. Ambos tan largos que tuvo miedo de despertarlas. Frente a la puerta de la calle, se cubrió el rostro con su túnica y asomó la cabeza, abriendo un palmo la puerta. Frente a él, dos hombres salían escopeteados de la casa de su vecino, llevando sacos sobre sus hombros. Le pareció que uno de ellos clavaba sus ojos en él, y rápidamente ajustó la puerta. Abriéndola de nuevo, se aseguró que no hubiese nadie y salió. Mientras recorría las calles mantenía su cabeza gacha, con la mirada fija en sus pies, que se hundían una y otra vez en el barro. De vez en cuando tropezaba con alguna mano, a la que seguía un cuerpo amoratado y virulento. Se rascaba los brazos instintivamente al sortearlos. Que no sea un niño, se decía, cada vez que presentía topar con uno. Frente a él, un hombre gordo de buenos ropajes reposaba semihundido en el lodo, con la cara llena de pústulas supurantes. Apartó la vista, intentando borrar su imagen. Aceleró el paso, pero, al llegar al final de la calle hubo de frenar en seco para dejar paso a un carruaje. Lo sorteó por detrás de la carga, evitando sorprendido algunos pies que sobresalían. Pronto, exhausto, se plantó frente a la entrada de la gran plaza. El bullicio de ésta se percibía a través de su angosta entrada, reduciéndolo a un susurro. Cuando ya le faltaba poco por llegar, dos soldados aparecieron arremetiendo contra un joven, al que golpearon y empotraron a la pared. Era extraño ver aquellos hombres uniformados portar aquellas máscaras de vivos colores y adornos emplumados de fiesta. Pasó sin levantar la cabeza junto a ellos. Una mujer gritaba:


—Ladrón, como te atreves— levantó la vista y la vió, alzando sus brazos, con un trozo de pan en cada uno de ellos. En la plaza todo se hacía más intenso. El olor de la gente, el ruido, la luz, pero sobre todo el sofocante calor. Toda aquella atmósfera hacía que una fuerza brotara de su interior para atravesarla cuanto antes. Se adentró entre aquel mar de gentes y se dejó llevar por su corriente empantanada. De vez en cuando su mirada se cruzaba con la de aquellos hombres de negras túnicas y máscaras picudas, semejantes a cuervos. Sus ojos negros y sin vida le aterraban. Un grupo de monjes repartía pan a una larga hilera de gente. Había muchos niños y niñas entre ellos. Tras algunos empujones y reprimendas llegó por fin a la entrada de la escalera, junto a la cual se alzaba un pequeño puesto de madera.  Se acercó, y descubriendo el rostro, saludó al joven. Éste portaba una máscara blanca de facciones femeninas, cuya expresión burlona, ribeteada en rojo, le daba un aire tétrico. Sin decir nada, sacó una mascarilla de debajo del mostrador y se la entregó. Se la terminó de colocar al pie de la angosta escalera que daba al vestíbulo. No había nadie. Solo despues de avanzar un poco pudo ver a una mujer, sentada tras el cristal. Se acercó a las puertas, buscó el billete en su cartera y lo introdujo en la máquina, que emitió una serie de sonidos mecánicos. Las puertas se abrieron. Faltaban cuatro minutos para que viniese el metro.

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