TIERRA 19

PANCHO

La nave Detambel IV se acercaba a velocidades hiperlumínicas a aquel amasijo de estrellas. En el mundo que pretendían visitar llamaban “vía láctea” a aquel lugar.


La Detambel IV era la típica nave turística que viajaba a planetas del Consorcio de los Respiradores de Oxígeno. Lugares habitados por seres con una inteligencia catalogada de media y que había permitido a sus habitantes hitos como viajar entre las galaxias, entablar relaciones adecuadas con otras civilizaciones y resistir a la tentación de la inmortalidad corporal. Los habitantes de ecosistemas de El Consorcio no habían conseguido escapar todavía a la corporeidad y estaban en el nivel más bajo de la trascendencia cósmica. Aun así, habían adquirido al menos la suficiente consciencia ecológica para mantener encendida la llama de la vida en sus planetas de origen.


Detambel IV se detuvo en seco y las conexiones visuales de los pasajeros pudieron activarse. 


El único sol de aquel enlace se ocultaba en el horizonte, costaba imaginar que mil años antes Tierra 19 no cumplía los criterios de viaje de un planeta verdiazul. 


Los guías de estos planetas habían sido escogidos por los Guardianes de la Trascendencia. Miembros de civilizaciones en los niveles más altos de su trascendencia escogen como consejeros turísticos a especímenes que habían sido notables para su especie. Los traían de vuelta al mundo consciente desde la corriente temporal y se les asignaba un nuevo cuerpo digamos más resistente.


Aunque este mundo disponía de al menos 10 guías funcionales, éste era el predilecto de los visitantes de El Consorcio. Su nombre completo era Charles Darwin, había sido un prohombre para los suyos y aportó a sus coetáneos una primitiva teoría del devenir de las especies.


La noche anterior había amenizado la velada a los pasajeros de la Detambel III. Les contó un estrambótico relato de un hombrecillo con bigote que citándole a él como inspirador por su teoría de la evolución realizó algo conocido como “genocidio”. Se lamentaba amargamente de cómo su legado podía haber inspirado algo así. Maldito Adolf Hitler.


Hoy nos ofrecía su plato estrella. Enjaulados en un holograma corpóreo no traía del olvido viejas máquinas: Se trataba de estructuras metálicas y cristal, con asientos gastados de colores vivos. Estas circulaban bajo la superficie siguiendo barras metálicas paralelas y cargando habitantes de sus primitivas ciudades. En concreto, esta colección pertenecía a una antigua ciudad que ellos denominaban Barcelona. Metro, le llamaban los antiguos. Metro de Barcelona, recalcó Charles.


El guía entonces empezó a radiar un discurso cargado de una emoción. Explicó cómo a partir de estos primitivos vehículos su raza, asediada por las tres pandemias (los virus, la contaminación y el ego final), supo renunciar a su cruel destino. El individuo se volvió colectivo, renegó de la combustión y abrazó de nuevo el sol, el viento para empujar su planeta a un nuevo rumbo.


Para los que habían visitado muchos mundos antes, aquello sonaba a provincianismo gastado.


Pero Charles sabía convertirlo en algo mágico. 


Fácilmente podías imaginar a aquellos humanos, esperando en sus paradas de metro, con sus, sus prisas, sus certezas y esperanzas.


Para las civilizaciones trascendidas esta enseñanza era el equivalente al niño estrenando el primer gateo. Podrían esperar un millón de años más al siguiente hito.

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