La rutina

Karla Green

Dicen que es importante mantener una rutina.


 


Nos confinaron hace unos días. COVID19, le llaman. No podemos salir para protegernos del contagio.


 


Mantener una rutina para mantener el ánimo.


 


Llevaba veinte años saliendo temprano de casa hacia el trabajo; con la agenda en el bolso; recorriendo el mismo trayecto de veintidós minutos exactos. Ida y vuelta. ¿Cómo podía mantener esa rutina sin salir de casa?


 


Rutina.


 


Salir de casa, dos minutos caminando hacia el metro, tres minutos de pasillos y espera, cuatro minutos de viaje, dos minutos de pasillos, dos minutos de espera en el transbordo, cuatro minutos más de viaje, salir del metro, cinco minutos a pie y entrar en la oficina.


 


Reconstruyendo la rutina


 


Pasado el tercer día de confinamiento empecé a sentirme algo perdida, y lo que más necesitaba era recuperar los viajes. Ese momento en que me podía relajar y ponerme al día de la actualidad.


 


Después de mucho cavilar vi que sólo necesitaba:



  • Una silla con ruedas, la del escritorio podría servir.

  • Un temporizador, tenía uno viejo que había usado para programar las luces de la habitación.

  • Un pequeño motor capaz de mover la silla.

  • Unas guías, para encarrilar el vagón.

  • Un reproductor con mensajes pregrabados.

  • Un altavoz adosado a la silla.

  • Pinturas oscuras para dibujar un túnel en el pasillo.

  • ...


para recuperar el orden en mi día a día.


 


Cuando contábamos el segundo lunes de confinamiento estaba todo preparado.


 


A las 7 de la mañana sonó el despertador y me dejé caer sobre las zapatillas que me llevan a rastras bajo la ducha. Almorcé, como de costumbre, y a las 7.30 ya estaba vestida, bolso en mano y lista para salir.


 


Salí de la habitación escuchando las noticias en mi MP3 y recorrí, dando algunas vueltas alrededor de la mesa del comedor, los dos minutos a pie hasta la parada del metro. Al llegar a la boca del suburbano, frente a la puerta de salida del piso, bajé con decisión las escaleras ficticias al andén. Tras un par de minutos de espera apareció el convoy por el pasillo, avanzando con precisión entre las guías. El motorcillo mantenía la velocidad de la silla constante hasta llegar a la parada, donde frenaba con suavidad.


 


Me senté, con la cartera sobre las rodillas y mis pies reposados sobre los de la silla. Sonó la bocina e iniciamos la marcha. El trayecto fue plácido y sin incidencias. Pasillo arriba, pasillo abajo, veía pasar las paredes del túnel del metro imaginario. La megafonía anunciaba cada parada con antelación y el convoy se detenía unos segundos.


 


“Próxima parada: Passeig de Gràcia, correspondencia con líneas 3 y 4 de metro”.


 


Bajé frente a la puerta del comedor y vi alejarse la silla-metro por el túnel.


 


Diligente cumplí con el transbordo, salté tres veces la barra que separa el comedor de la cocina hasta llegar al andén de la línea 4. En pie, delante de la puerta de la cocina, esperé que llegase el convoy en dirección Barceloneta. Tras dos minutos de espera la silla paró frente a mi.


 


Pasamos tres estaciones y llegamos a Barceloneta, mientras la megafonía anunciaba la parada me preparé para bajar. Se detuvo el metro y bajé satisfecha por la rutina casi cumplida.


 


El último tramo, cinco minutos a pie volteando la mesa del comedor, entrando y saliendo de vez en cuando de la habitación para no marearme.


 


Llegué frente al despacho orgullosa de mi trabajo y contenta de la puntualidad.


 


Encendí el ordenador y, mientras abría la sesión, descubrí con horror que no llevaba la agenda. ¡En la mesilla! ¡Me la había dejado en casa! 

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