El periplo de Beatriz

Lucy en el cielo con diamantes

 Son las 7,30 de la mañana y la alarma del teléfono no deja lugar a dudas. Beatriz se repite que tiene que cambiar el tono en el móvil porque ya le resulta chocante. Se levanta de un tirón, va directo a la cocina para hacer el café (recién compró una cafetera para tres tazas de las que suenan para avisar que está lista). Va al baño, cepilla los dientes y escruta su cara, no vaya a ser que un pliegue indeseado haya aflorado en medio del sueño.


Tintintin, suena la flamante cafetera y Beatriz vacía todo el líquido en un mug con el dibujo de un gato con bigotes de leche. Da unos sorbos y a la ducha. Mira el enorme reloj de su cocina que anuncia que sólo quedan 40 minutos para salir a trabajar.


Es un día lluvioso. En el portal del edificio donde vive se da cuenta de que ha dejado los cigarrillos, seguramente en la mesa de la cocina, pero no hay tiempo para volverse, en tres minutos pasará el autobús número 6 hacia Poblenou. A grandes zancadas atraviesa la Gran Vía, llega hasta la parada y alcanza subirse al transporte. Suspira aliviada y consigue sentarse en un puesto en la ventana. Sabe de memoria el camino, cada edificio, cada negocio, cada árbol. Ese paisaje tantas veces repasado le sigue gustando. Se siente a gusto en ese espacio que le da el asiento y la ventana, le recuerdan los días de niña cuando bajo la mesa del comedor conducía trenes, ingeniaba camas para sus muñecas y les hacía meriendas con bolitas de miga de pan. La verdad es que está muy a gusto en el número 6, es más pequeño y siente   que conoce a todos los usuarios que con ella hacen la ruta diaria.


En Marina-Ribes siempre sube el señor de gafas redondas, con calvicie pronunciada y que saca  de un bolsillo frontal de la chaqueta su tarjeta de transporte con un gesto marcial. En Marina-Almogävers siempre hay una madre con coche que baja. Beatriz esboza una leve sonrisa porque fantasea con que esas madres con bebés  se ponen de acuerdo en un punto y suben de a una para no coincidir en el mismo autobús Siempre hay una que baja. En Pallars-Zamora baja un chico que a Beatriz se le hace Diseñador. Tiene un aire desenfadado, y nunca levanta los ojos del móvil. Sigue pegada a la ventana como esperando que algo extraordinario ocurra. En Pere IV baja una señora con su compra. La próxima parada es la de ella, Ciutat de Granada. Desciende del autobús  y con zancadas largas atraviesa la calle de Roc Boronat y ya sobre Pallars busca en sus bolsillos el cigarrillo, que como ritual diario fuma antes de entrar al edificio donde está su oficina, pero los olvidó en casa. 


Ese día en la oficina Beatriz estuvo distraída, había algo indefinible que la hacía desconcentrarse muy rápido. Lo comentó con Lucía, su compañera de trabajo y sin más vueltas lo dejó así.


A la salida, Beatriz, café en mano de camino a la parada del número 6 en Pujades- Llacuna se rindió a que sería un día como otros, sin mayores sobresaltos, a pesar de esa sensación abstracta de estar esperando “algo”. Siguió su ruta, Pujades- Ciutat Granada; Pujades-Álava; Pujades-Joan d’Austria y allí reconoció por fin la sensación extraña que la acompañó durante el día: subió Diego, su amor secreto por años, ese muchacho dulce y amable que se sentaba junto a ella en la escuela y del que había perdido el rastro siendo adolescentes.


Su corazón dio un vuelco, Diego se sentó junto a ella y sin darse cuenta, parada tras parada se les anunció el fin del recorrido, Manuel Girona Capità Arenas.


Lo que ocurrió, ya es tema de otro cuento.


 


 


 


 

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