Sinestesia

Iroquita

Cuando era pequeña iba tres veces por semana a Urquinaona desde Sagrera, donde vivía, a hacer ballet para corregir la escoliosis. Viajaba hasta allí con mi padre en metro, en la crisis de los ochenta cerraron la imprenta en la que trabajaba y pasó de ser el primer oficial de una majestuosa Minerva a compartir y guiar mis primeros trayectos vitales.


El camino hacia la academia de ballet aparecía cada tarde repleto de colores, porque los dos somos sinestésicos y nuestro juego preferido era asignar colores a palabras, personas y ruidos. En esos tiempos desconocíamos ambos que la sinestesia era una rareza cerebral, me enteré muchos años después en la terraza de un bar, que es donde se suelen aprender las lecciones más importantes.


 


- ¿De qué color es la señora de la falda de flores?- me preguntaba mi padre, siempre con la esperanza de coincidir en el cromatismo.


 


- Naranja... seguro- contestaba, sabiendo que no íbamos a converger en el tono, porque mi padre sólo asignaba colores primarios.


 


[Pròxima estació Urquinaona correspondència amb Línia quatre]


 


- Vamos, Roqui... la última, ¿color de la voz en off?


 


- A la vez... un, dos...


 


-Verde- uníamos las voces en una sonrisa, me daba la mano y bajábamos del vagón satisfechos por haber encajado nuestras palabras.


 


 


Mi padre encontró trabajo en una imprenta de Girona y así finalizaron nuestros trayectos sinestésicos de los martes (azules), miércoles (verdes) y viernes (rojos). Los vagones del metro se abandonaron al gris y al marrón, perdieron sus manchas de colores, casi siempre primarios, empecé a descuidar la sinestesia y las cosquillas se fueron desvaneciendo en algún rincón olvidado del alma.


 


 


La falta de cosquillas y el retroceso de la sinestesia me condujeron a la edad adulta. Me enamoré, me rompieron el corazón, acabé la carrera, dejé a un novio que me quería, me enteré en la terraza de un bar que era sinestésica, cambié la línea roja por la lila, me volví a enamorar, tuve una niña, me corté el pelo, tuve un niño, seguía enamorada, mi ‘él’ se compró una moto, dejamos de coger el metro juntos, empezó a utilizar el avión, se enamoró de una azafata, cada vez le veíamos menos. Mi tristeza era tan azul que hasta las lágrimas que rodaban por mis entrañas habían perdido la transparencia cristalina del agua.


 


Ayer, cuando llevaba a mis hijos a la escuela, un escalofrío me recorrió la memoria y recordé cuando el metro se llenaba de colores para recibirnos a mi padre y a mí. Al entrar en el convoy, en Diagonal, y tras agarrarnos a una de las barras del centro intenté que los vagones volvieran a rebosar el cromatismo sinestésico de mi infancia.


 


- Peques... ¿de qué color es el metro?


- ¿Gris? - contestó la niña que no sabe dejar una pregunta sin respuesta.


- ¿Y aquella señora del vestido rojo?


-Roja, mami... como su vestido.


 


Me pidió que siguiera con el juego de los colores al notar que el silencio se apoderaba de nuestro espacio.


 


- ¿De qué color es la palabra sofá?


- Lila... como el nuestro- volvió a responder.


- Y Papá... ¿de qué color es Papá?


- Esa la sé- despertó el niño dejando de un lado el coche amarillo que tenía en la mano- Papá es de color carne


- Papá es azul como su moto nueva.


- Papi es color carne- protestó Yago sabiendo que esta vez tenía razón.


 


 


[Pròxima estació Penitents]


 


... y esa voz sigue siendo tan verde.

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