Abadon

Efe de Fabulae

Barna no era la ciudad amable del pasado. Su esplendor se convirtió en una oscuridad infinita. Tan sólo quedaron los tonos neón de los grafitis que cubrían los edificios.


Tras la pandemia ocurrieron varias reyertas. Se vivía entre un régimen de austeridad y una anarquía en los núcleos más radicales de la población. Pero fueron las “guerras del abasto” las que hundieron a la ciudad en un hondo infortunio. Barna era un terreno plagado de crimen y se tornó una urbe punk con un cariz apocalíptico.


Fue una noche de tormenta cuando se alzó una risa cruel empujada por el viento. Era la risotada de Abadon, un paciente psiquiátrico del Hospital de Sant Pau recluido por 9 asesinatos y que ahora se burlaba al tumbar a los guardias, escapando así de su encierro.


No se tardó en avisar a todas las unidades disponibles y, más tarde, mientras esperaba en mi coche en un callejón, lo vi. No pude dejar de mirar esa sonrisa perversa y sus incisivos ojos que refulgían entre la oscuridad del pasaje. Nos quedamos mirando unos segundos en los que sentí que me retaba a seguirle. Y así fue. Se coló por aquella calleja y salí a su caza.


 


Le perseguí durante 30 minutos hasta la estación abandonada de Diagonal, que había vivido tiempos mejores y había sido una de las arterias clave de la ciudad. Sus largos pasillos acogieron a miles de personas y habían servido de disgusto para aquéllos con prisa en cruzar a la línea verde, con la que conectaba. Mi mente sólo pensaba en seguir ese sonido malévolo, lo cual no impidió que me percatara del declive del recinto. Era inevitable no advertir el destrozo de bancos y cristales de las máquinas expendedoras que yacían en el suelo. Un suelo cubierto de moho pegajoso que hacía complicado el avanzar. Las escaleras y la cinta mecánica estaban oxidadas y algunas de sus piezas fueron sustraídas para venderse en algún desguace. La pintura de las paredes se veía desconchada por la humedad, que también aportaba un aire viciado. Los murales estaban cubiertos de lírica urbana obscena.


 


Entonces le vi saltar a la vía, sólo iluminada por los carteles de emergencia que por milagro aún conservaban su fotoluminiscencia, y lo seguí,  aun con el pálpito de que en algún momento todo se decidiría en una brutal pelea. Las ratas de la vía protestaban al ser pisadas en nuestra carrera y Abadon giró en un túnel que se desviaba antes de llegar a la siguiente parada. Casualmente la de otro Hospital, el Clínic. Sonaba poético que un detective acabara con su vida allí.


El fin del pasadizo conducía a una vieja sala de máquinas, alumbrada sólo por una luz roja. No había escapatoria, tampoco rastro de él. Entonces, detrás de mí, volví a sentir su risita. Sus ojos salían de sus cuencas al clavar su mirada  en mí, como si estuviera planeando la tortura a la que me sometería. Como quien saborea la carne antes de darle el primer bocado. En sus manos, un martillo. Y fue en ese leve instante cuando entendí que debía luchar por mi vida.


No hubo más palabras que las de aviso, mientras él se acercaba tambaleándose con un regocijo burlón. Locura contra Razón. Martillo contra pistola. Cuando se abalanzó, cerré los ojos y apreté el gatillo. Y todo se tornó rojo.


Me desperté por el ruido de un altavoz de la estación de metro. Iba en el último vagón y bajé en la última parada. Era noche cerrada y caía una gran tormenta. Las pantallas narraban noticias sobre la fuga del interno del Hospital. Y comprendí que ya no era más policía, sino que era la víctima número 10.

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