LA VIDA EN LOS TÚNELES

Ertal77

El pequeño Adán nació a los 48 días del fin del mundo.


Fue el primer bebé en nacer en los túneles, y también el último.


Cuando tuvo lugar la Catástrofe, los sobrevivientes se vieron obligados a vivir bajo la superficie de la ciudad, debido a un aire que se había vuelto repentinamente letal. El bebé se convirtió en un rayo de esperanza.


Los túneles del metro se habían convertido en el nuevo hogar de esas apenas doscientas personas, los únicos que no fueron lo bastante curiosos para salir a la superficie a comprobar lo que estaba pasando cuando el caos se desató. Renunciaron a la luz del sol, a respirar aire no procesado, a comer alimentos frescos. Su nueva ciudad se extendía kilómetros y kilómetros, desde Can Cuiàs y Ciutat Meridiana al norte, hasta el aeropuerto y Zona Franca al sur. Dormían y pasaban el rato en los vagones de metro, que habían transformado en hogares cada vez menos provisionales. Comían en los bares de las estaciones, se aseaban en las dependencias de los empleados del metro. Era una sociedad moribunda, pero organizada.


Martín Lozano, funcionario de Correos, había asumido la dirección, sin que nadie se lo pidiera. Nadie objetó.


Margarita Casas, jubilada, se ocupaba de visitar a diario a los ancianos y enfermos.


Jesús Martínez y Adela Murillo se conocieron al enfrentarse acaloradamente por el último paquete de chicles de una expendedora. No se cayeron bien. Al cabo de un mes, sin embargo, empezaron a pensar que quizá el otro no era tan desagradable. Un mes después, estaban enamorados, y resultaron ser la pareja más estable de los túneles.


Marina Llopis, estudiante de secundaria, descubrió su pasión por los grafiti y la escultura construida con chatarra. Martín la animó a organizar una exposición de su arte. Fue un gran éxito: todos los habitantes de los túneles se desplazaron hasta el vestíbulo de Plaza Universidad para asistir al evento.


Heliodoro Recasens, cocinero de un restaurante de lujo, era el encargado de gestionar la comida. Mientras contaba barritas energéticas, patatas grilladas y conservas con fecha de caducidad demasiado cercana, a menudo se le veía mesarse las patillas con desespero.


Mientras tanto, el pequeño Adán seguía creciendo, fuerte y sano. Era la alegría de los túneles: los habitantes acudían a visitarle a diario, solo por ver, al fin, algo de normalidad, de esperanza en el futuro.


Sin embargo, un día descubrieron con alarma que el pequeño había desaparecido. Era el día en el que cumplía nueve meses, y lo cierto era que últimamente el bebé gateaba tan rápido que bastaba quitarle la vista de encima un momento y Adán salía disparado. Lo encontraron en el vestíbulo de Paseo de Gracia. Adán trepaba por las escaleras que conducían a la superficie, gateando.


Su madre chilló el nombre de su hijo y se precipitó a correr tras él. Pero en cuanto alcanzó el pie de la escalera, Adán ya había llegado a la cima. Los demás decidieron seguirla, cubriéndose la nariz y la boca para respirar el mínimo de aire venenoso. Entre todos llamaron al bebé.


Pero el pequeño estaba demasiado emocionado. Apoyó una mano en la barandilla y se puso de pie él solo por primera vez en su vida. Era la primera vez que veía el cielo, los árboles. Levantó una manita regordeta y cubrió con ella la fuente de aquella luz cegadora. Le hizo tanta gracia que soltó uno de sus encantadores gorjeos y se giró a mirar a sus padres. Les saludó con la mano y dio su primer paso hacia la calle.


Y así fue como terminó la época de los túneles.

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