El concierto

Dorra

Elle corrió hacia los tornos, introdujo la T-Jove y agudizó el oído: el metro llegaba a la estación de Can Serra. Recorrió el largo pasillo y escuchó el murmullo de la multitud aproximarse. Bajó las escaleras con el pitido del cierre de puertas dando la cuenta atrás y de un salto se metió en el vagón esquivando su robusto abrazo. Sin aliento y sudorosa, se sentó torpemente en el primer asiento que encontró libre. Llegaba tarde al trabajo. De nuevo. Ya la habían increpado anteriormente y temía que hoy fuera su último día. Aunque detestaba su vida actual ignoraba cómo cambiarla. Mientras se maquillaba mediando con el traqueteo del tren, un acordeón se acercó con una repetitiva canción. Se abrieron las puertas y un enjambre de niños entró revoloteando al vagón: un coro de gritos disputó el protagonismo al machacante instrumento, que mugió más fuerte y más rápido, lo que animó a las criaturas a chillar aún más fuerte y corretear aún más rápido. Las puertas se abrieron de nuevo y automáticamente el cuerpo de Elle se levantó y huyó hacia ellas. Se dispuso a hacer el transbordo de Plaça Catalunya con el cerebro entumecido, recalculando cuántos minutos se retrasaría mientras el eco del martilleante concierto anterior pasaba a un segundo plano y daba el micrófono a un atropellado torbellino de críticas, reproches e inseguridades acompañado de una amarga e indigesta incertidumbre. Los ojos empezaron a humedecérsele de más, empapándose de una violenta y confusa frustración cuando, inesperadamente, un dulce sonido cosquilleó suavemente sus oídos: la flauta de pan. Su familiar melodía empezó a hacerse hueco en aquella tormenta, despojando su mente de todo bullicio. Sin darse cuenta Elle se había parado en frente de aquel músico, que siempre aparecía mágicamente y la acompañaba en todos sus trayectos. Hipnotizada en medio del corredor alguien debió empujarla, pero no reparó en ello; todo lo que había creído importante se había convertido en nimiedades. Se sentía en paz, en armonía. Poco a poco el sonido que emanaban los pequeños tallos de caña fue vibrando por el largo y despejado pasillo. La estación apareció desértica, como si la flauta la hubiera desalojado para dar un concierto exclusivo. Las notas retumbaron en todas direcciones y la melodía envolvió su cuerpo con fervor, el sonido atravesó los poros de su piel y su corazón bombeó con fuerza una inmensa sensación de felicidad; las lágrimas que bailaban en sus cuencas corrieron serpenteando mejillas abajo, su mandíbula se soltó amablemente y sus comisuras liberaron una enorme e incrédula sonrisa. El músico se deslizaba ágilmente por la flauta, mientras las cañas iban erosionando sus gastados labios. Su larga cabellera fue acortándose, sus pies desvaneciendo, hasta que el cuerpo del intérprete se desintegró por completo y las vibraciones dejaron un vacío silencio. La huérfana flauta de pan quedó reposada encima de la banqueta.


 


El ruido de los trenes se reanudó en la estación y el pasillo fue recuperando su movimiento habitual, llenándose de prisas. Pero Elle seguía ahí, inmóvil, todavía con los ojos exageradamente abiertos y las mejillas húmedas. La flauta aún resonaba en su cabeza y le palpitaba el pecho, como si su cuerpo siguiera a merced de aquella caprichosa melodía. Por primera vez en su vida sabía perfectamente lo que debía hacer. Avanzó unos pasos, alargó la mano, cogió la flauta de pan y se dejó caer suavemente en la banqueta, se humedeció los labios, se acercó la flauta, cogió aire-

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