Aquellos libros de antaño
Sube al vagón y ocupa un asiento vacío junto a la puerta. Hasta llegar a Horta, su estación de destino, tiene por delante otras doce. En los veinte minutos de que dispone intentará concluir la lectura de “El perseguidor”, una pequeña joya de la literatura breve. Saca de su estuche las gafas y se las ajusta sobre la nariz. Aunque de aspecto parecido a las que mucha gente usa para la presbicia, estas integran un chip capaz de almacenar hasta un millar de libros, que pueden visualizarse de forma simple accionando un botón situado en la patilla.
Las gafas incorporan un dispositivo que emite cada cinco minutos un olor característico, a escoger entre algunos de los que antiguamente exhalaban diferentes tipos de papel: papiro inglés, offset, biblia, couché, estucado, calandré o pergamino. Ciertos rumores apuntan a que esa funcionalidad ha sido ideada para atraer a su uso a los más nostálgicos.
Echa un vistazo alrededor y observa que una joven sentada enfrente también las está usando, aunque con la montura de color rojo. Mientras pulsa el minúsculo botón para iniciar la lectura, se dice con pesar que sus hijos y los hijos de sus hijos, que no habrán llegado a conocer los libros impresos, jamás echarán de menos el olor que estos desprendían.