Las ocho mujeres

Sylvia Plath

Seguía pensando en un nombre vasco cuando el metro hizo su aparición en el andén. Rodeé una de las barras metálicas con el brazo y observé los demás a mi alrededor. En momentos así me gustaba imaginar la vida de los desconocidos. ¿Cómo serían sus familias? ¿Vivirían en el Raval o en Gràcia? ¿De dónde venían y hacia dónde iban? ¿En qué estaban pensando ahora mismo?


Ellas entraron en la siguiente parada. Tres niñas vestidas con el chándal del colegio. No sé por qué imaginé que quizás eran más en el grupo y que la hipotética cuarta niña vivía en dirección contraria.


Edurne, Raquel y Llum. No pude evitar ponerles nuestros nombres, deberíamos parecernos a ellas cuándo íbamos a primaria ¿no? Nos recordé con aquella sensación de adultez al volver solas del colegio, sintiéndonos embutidas en un disfraz y riendo entre susurros porque pensábamos que nadie se daba cuenta.


Las niñas cuchicheaban entre ellas. Quizás hablaban sobre la comida del comedor, el documental que habían puesto en clase, lo largo que eran los deberes o lo poco que habían estudiado para el examen. Eran iguales que nosotras. Llegué incluso a oler el hedor a sudor y plastilina que embadurnaba todas las superficies de nuestra clase, transportándome a aquellos largos pasillos, a los chillidos constantes de felicidad, las películas de los días de lluvia y los instantes de recreo compartiendo el almuerzo.


Miré las paradas que me faltaban y devolví mis ojos hacia las niñas. Una de ellas había sacado de su mochila cuatro pulseras hechas a mano, tendiéndoselas a las demás. Estaba claro que faltaba una.


Sacudí la cabeza e intenté desprenderme de aquella sensación de nostalgia cerrando los ojos, cuando, ante los pitidos que anunciaban la inminente cerrada de puertas, me di cuenta de que aquella era mi parada. Salté veloz hacia afuera y me sorprendió ver a las tres niñas subiendo por las escaleras mecánicas con sus pequeñas mochilas de colores. Las seguí durante largo rato hasta que sentí que aminoraban el paso y por primera vez me pregunté a mí misma qué estaba haciendo.


No quería perderlas, perder la oportunidad de revivir por unos segundos aquella libertad inocente. Estuve a punto de dar media vuelta cuándo me di cuenta de que me encontraba en el hospital. Arrugué confusa las cejas hacia las tres niñas que entraban por una puerta y las espié por la ventanilla para verlas subirse a la cama de una cuarta, todavía chillando sonrientes, abriendo mucho los brazos y escupiendo saliva sin darse cuenta. La cuarta niña también sonreía. En el instante en que la vi ponerse la última pulsera, aparté la mirada y me dispuse a dirigirme hacia la recepción cuando una voz me llamó por mi nombre.


Era Raquel. Se acercó a paso acelerado y me dijo que Llum nos estaba esperando para entrar las tres juntas en la habitación. Le pregunté por el nombre falso y soltó una carcajada. No hacía falta.


No recuerdo quién fue la primera en moverse o abrazarla o en coger al recién nacido en brazos, pero nuestra cuarta mujer se encontraba allí, igual de sonriente.


Pensé en ellas, en nosotras.


Pensé en las cuatro niñas y las cuatro mujeres, y en cómo ambas realidades se habían difuminado hasta que ninguna de las ocho podría llegar a distinguir las diferencias.

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