El vagón de aventuras
Por las noches escuchaba atento las historias que sobre el metro contaba el abuelo, al que llamaban el maquinista loco del Gran Metropolitano de Barcelona.
Debajo de las sábanas de mi cama, construí mi propio vagón de aventuras. El abuelo me mostraba postales y fotografías antiguas de trenes y estaciones chulísimas, y me contaba sus vivencias con pasajeros de otros países, pistoleros, músicos, hombres buenos y malos y personas muy importantes.
Unos días antes de morir, el abuelo me regaló un brillante billete mágico que me permitiría viajar a lugares desconocidos. Le pedí a mi hermana que me acompañara, pero se rio con malicia, me dijo que era un niño bobo que creía en tonterías y siguió peinando a su muñeca cursi, pasando de mí. Así que cogí el billete y me metí en el vagón de aventuras, solo.
Después de atravesar larguísimos túneles oscuros, apareció de repente aquel mundo que a menudo había soñado a través de las postales coloreadas del abuelo.
Por las ventanas vi un mar del color de las fresas lleno de peces con alas de mariposa. Cruzamos por un bosque donde habitaban unas setas gigantes con un solo ojo, que bailaban alegres en corrillo cada vez que el cielo se teñía de color violeta. De los agujeros del suelo asomaban unos simpáticos conejos de tres patas a los que llamé yamers.
Después de mucho tiempo dejé de oír los gritos lejanos de mi madre llamándome para cenar, y más tarde suplicándome llorando que regresara a casa. El brillo del billete se apagó, para siempre.
Ahora soy mucho más alto, con barba y pelo en el pecho. Vivo en una estación abandonada, creo que se llama Fernando o algo parecido. De tanto en cuando me parece oír música lejana y señoras cantando como grillos. Cazo para sobrevivir; sobre todo los sabrosos yamers.
Imagino que mi hermana habrá dejado de jugar con muñecas cursis.