Al borde de las vías
El metro ya gritaba su salida cuando llegamos a la estación. Después de muchos años, por fin saldríamos de allí.
Las maletas perdían papeles, como tantas veces lo habíamos hecho nosotros, y dejaban atrás palabras que nunca debieron ser escritas. El andén estaba lleno, pero mis ojos solo estaban fijados en aquel metro, que dibujaba las esperadas puertas de salida.
Cuando conseguimos llegar al vagón, resultó estar vacío; no había más que nuestras dos miradas, las cuales se cruzaban, agitadas, como si de una revolución se tratase.
Y es que quizás sí que lo era.
Diminutas motas de polvo bailaban alrededor de nuestros cuerpos, dejándose llevar, al igual que yo, por el vaivén de la incerteza. Tocaba con la punta de mis dedos el final que nos habíamos prometido tantas veces en silencios compartidos.
Pero algo no iba bien.
Se me acercó, demasiado despacio, pensé, como si el vértigo al cambio hiciese de sus decisiones, delirios. Su mano se cerró sobre la mía, y las puertas del vagón sentenciaron un presente que nos atrapaba a los dos por igual. Me acercó a su pecho y recorrió mi espalda con sus dedos. Recogió un mechón caído detrás de mi oreja y sobre ella dejó caer, tras rozar mis labios con un beso que sabía a despedida, un “lo siento”.
Fue entonces cuando noté cómo la hoja de aquel afilado puñal se abría paso entre mis costillas, hasta dónde no hacía mucho habían llegado sus palabras. Mis pulmones naufragaron en aquel mar embravecido que supuso la verdad. La sangre brotaba de mi cuerpo como las flores en primavera, dejando caer sus pétalos carmín.
Ni siquiera recogió sus cosas; abrió las puertas a golpes, los cuales resonaron en mi aturdida cabeza como una orquesta de violines desafinados.
Las ruedas gemían sobre los raíles, desesperadas por abandonar aquella estación. La vista, nublada, me impedía ver más allá del charco de sangre que empezaba a cubrir mis pies.
Mis piernas no fueron capaces de sostener el peso de la decepción y me dejaron caer, rendida ante la evidencia. Todavía me parecía ver sus ojos ante mí, sus manos, abrazándome, pero en ese vagón no había más que un vacío que ni yo misma era capaz de llenar.
Agarrándome a los asientos y a mi propia vida, alcancé la ventana justo cuando el metro empezaba a moverse. Ahí, entre la multitud que había decidido no subir, estaba él, incapaz de abandonar el andén y empuñando sus mentiras.
Para cuando nuestras miradas se volvieron a cruzar aquella última vez, su única lágrima ya había tocado el suelo. Agachó la cabeza, todavía no sé si por vergüenza o venganza, y nunca más nos volvimos a mirar a los ojos.
Me dejé caer sobre el asiento, y no acerté a descubrir si el frío sangraba por sus costuras o lo llevaba yo, cosido a mis heridas.
La ira se retorcía alrededor de mi garganta. La melodía de los raíles me mecía, sumiéndome en un estado febril que jamás me atrevería a llamar sueño. En mi cabeza retumbaba el martilleo incansable de aquella niña que no estaba dispuesta a no llegar a ser mujer.
Por primera vez, no recogí el desorden que él había dejado. Rodeada de los agujeros que su cobardía había dejado en las puertas de salida, empecé a coser mi herida con el hilo y la aguja que mi madre me había escondido en un pequeño bolsillo. Cuando hube acabado, cogí unos papeles que descansaban sobre el suelo, y sobre ellos empecé a escribir la historia que llevaba por título el nombre de mi padre. Y allí me quedé, en aquel vagón que me abrazaba, entre sangre, tinta y raíles.