Qué he hecho yo para merecer esto

Jar Lars

Qué he hecho yo para merecer esto


Me levanté de la cama con ganas de vomitar. La verdad era que había pasado una mala noche y, cuando llegué frente al espejo del baño, lo pude comprobar con mis propios ojos. Todavía me sigo preguntando como una persona tan traumatizada como yo es capaz de levantarse cada mañana y seguir respirando. Después de lavarme los dientes con desgana me dispuse a ir a la cocina a prepararme el desayuno. Unas tostadas y un zumo, mejor eso que nada. Puse el pan en la tostadora, con el tiempo justo para que se tostase un poco, pero la máquina, que tiene más años que un tocadiscos, se encalló, y cuando sacó el pan, estaba más quemado que la moto de un hippy. Otra vez me volvía a pasar. Y, para más inri, ya no me quedaba más pan. Huelga recordar que el desayuno es la comida más importante del día. Me comí las tostadas quemadas con queso, acompañadas de un zumo de naranja, me duché, me vestí, y me fui para el trabajo. Rutina, lo llaman. Ya en el bus H12, tuve que soportar la gente que se aglutina en él. Vivir en las afueras de Barcelona es un engorro. Y si cada mañana tienes que coger el bus para dirigirte ahí, es un quebradero de cabeza. Tras tantos años, debería haberme acostumbrado, pero no es así. Justo delante del bus había un coche que avanzaba a la velocidad de una abuela con taca-taca, lo cual no hacía más que provocarme tal irritación, que tenía la sensación de que iba a devolver las tostadas quemadas y el zumo por la ventana. Gritos, bocinas, insultos exclamados a viva voz, ruido ensordecedor de motores… aquello era la jungla. Tras una hora, que pareció un siglo, conseguí llegar a Barcelona. Bajé del bus, llegué a mi oficina y me senté en mi mesa dispuesto a trabajar.


-¿Ya ha llegado, Sr. García? 


Me giré. Era mi jefe, el Sr. Rodríguez, un tipo que siempre tenía cara de acabar de tragarse un cactus.


-Sí, señor.


-Llega cinco minutos tarde.


-Había mucha caravana hoy, señor.


-Bueno, eso no es motivo para llegar tarde. Se lo descontaré de su sueldo.


-Está bien, señor. No volverá a pasar.


-Eso espero. Ahora póngase manos a la obra, ya hemos perdido suficientes clientes en estos cinco minutos que se ha tomado usted de descanso.


-De acuerdo, señor.


Y se fue a su despacho. Qué alivio, si ya de por si es un hombre desagradable, si sucede algo que no es de su agrado, directamente tiene el mismo humor que una persona que lleva una semana sin cagar. Pasado ese mal rato, me puse a trabajar. Fidelización de clientes vía telefónica. Y para venderles un seguro del hogar. Es la forma políticamente correcta de decir que les besamos el culo para que luego ellos nos den una patada en el nuestro. Hice unas cuantas llamadas. Cada una peor que la anterior. Una señora mayor que estaba medio sorda, una mujer recién divorciada que solo echaba pestes de su exmarido, un tío de veintipocos que me pareció que había empezado a beber bien temprano… Tras cinco horas aguantando borderías, quejas y hasta algún insulto, pude colgar el teléfono por última vez. Salí de la oficina y cogí el bus que me llevaba de vuelta a casa. Al llegar a ella, me preparé una ensalada. Comida de conejos, algunos lo llaman. Después hice un poco de zapping: programas de marujeo, películas baratas y algún documental aburrido. No, gracias. Y ni de coña iba a ver algún programa de sucesos, mi vida ya era lo bastante lúgubre. Así pues, me lavé los dientes y me fui a la cama. Se acabó el día. Lamentablemente, mañana volvería a salir el sol.


 


 

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