La vida es preciosa
El hombre que lleva un abrigo de rebajas y le queda algo grande por los hombros camina curvado, le pesa el día, arrastra doce quilos en cada zapato. Vuelve del trabajo después de atravesar la línea roja del metro entera, de cabo a rabo, baja a su estación y se encamina a casa por un barrio de bancos cojos, por aceras donde circula el hastío. Atraviesa el parque de cemento, los niños juegan en unos columpios viejos y su risa es buena y contagiosa y el hombre ríe y quiere subir al tobogán o hacer piruetas sobre una barra de hierro oxidado, o sacar una peonza… pero se frena.
Llega al callejón de su casa, huele a corteza de queso seco revenido, a col y a cebolla fermentada, huele como huele la tristeza. Por la ventana atisba una luz pequeña, se intuye a su mujer detrás de la cortina, el hombre la mira con ternura, con esa ternura antigua y primigenia porque ve cómo ella le está curando una pata a un gorrión, un gorrión minúsculo que apenas le ocupa la mitad de la palma de la mano.
El hombre entonces se endereza, se atusa ligeramente el pelo, ensaya una sonrisa, recuerda a los niños y los columpios.
La vida es preciosa, piensa.