DULCE MELODÍA

HELEN B

Cada vez que los acordes de esa vieja canción suenan, su melodía recorre los pasillos del metro como una pequeña ráfaga de viento llegando a todos los rincones. Los usuarios de la L5 con transbordo en Plaza de Sants se paran a admirar al artista. Sus dedos se deslizan por las cuerdas del violín con tanto sentimiento que es imposible no detenerse un instante y deleitarse con su música. Él hace un leve gesto con la cabeza y agradece la atención que le prestan, aunque unos segundos después, cierra los ojos y se deja llevar por una nueva canción.


Desde muy pequeño siempre estuvo rodeado de música. Su padre le enseñó a leer pentagramas incluso antes de saber las letras. Las tardes de domingo, sentado sobre sus rodillas con el pequeño libro de notas blancas y negras que bailaban desde una línea a la otra como golondrinas en el cielo, hacían que una sonrisa se dibujara en los labios de Manuel. De eso hace ya mucho tiempo, apenas queda un leve recuerdo de aquellos días tan felices. Las cosas han cambiado desde entonces.


Actualmente, el metro es su refugio, hace ya casi diez años que empezó a tocar allí. Fue una decisión dura al principio, pero la necesidad de unas monedas para sobrevivir no le dejó otra salida. Su vida habría sido muy distinta si hubiera conseguido la beca. Todos los días vuelven a su memoria los últimos minutos de examen, cuando dejó de tocar y abandonó el escenario. Si hubiera afinado el violín con más esmero lo habría conseguido. Unos minutos más de atención y sus dedos no se habrían desplazado hasta tocar la nota equivocada.


Ahora nunca falla. Las notas salen del violín como mariposas revoloteando en el aire.  Las caras embelesadas de los usuarios del metro al escuchar su música le hacen sentir importante. Algunas personas se acercan y escuchan en silencio durante unos minutos. Otras, debido a las prisas, solo lanzan una sonrisa al aire al pasar por su lado. La cara los niños al pasar es lo que más le gusta, ya que le recuerdan a él mismo escuchando tocar a su padre.


 


Durante la escasa hora diaria en esos pasillos, imagina que está dando el concierto de su vida. Vestido de esmoquin y pajarita, Manuel toca su repertorio acompañado de su viejo violín, que cobra vida bajo sus dedos. La realidad es diferente. Cuando deja de tocar y lo guarda la tristeza de sus ojos se refleja en la madera del instrumento. Las ropas que viste son viejas y su aspecto con esa barba y el pelo ya canoso, dista mucho de aquel joven que quiso triunfar como músico de orquesta.


Sin embargo, hoy alegra a los usuarios del metro, que en esos breves instantes en los que escuchan su dulce melodía, se olvidan de todos los problemas y se dejan llevar por los acordes de esa vieja canción.


 

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