No puede ser peor

Coco

Eran las 05:30 de la mañana de ese lunes cuando, como todas las mañanas, Ramón, obrero de oficio, bajaba por las escaleras de la boca del metro, decidido a que ese día sí saltaría a los rieles.


La semana anterior había estado pensando en todas las personas que posiblemente llegarían tarde a su trabajo por el revuelo que eventualmente podría causar el premeditado incidente. 


Se imaginó el interior de su línea habitual atiborrado de gente harta pero deseosa de que todo siguiera igual: sin sorpresas, sin novedades morbosas, sin recuperar tiempo en el trabajo. Sintió pena por aquellos que posiblemente llegarían tarde a su primer día. Los que falsamente ilusionados terminarían en su misma situación.


Se entretenía pensando en las excusas de los habituales. Como describirían la escena dantesca: aquel de allí, siempre en la ventana, estiraría su cuello buscando algún indicio de carne y vísceras. Imaginaba su propia cara estrellada contra la máquina, su cabeza enmarañada en un amasijo indescriptible.


Sus compañeros de vagón no intuían las elucubraciones que estaba teniendo ahora mismo. Pensaba en la chica latina que iba sonriendo, debía ser limpiadora ¿Por qué coño sonríe? ¿Seguirá haciéndolo?


Así había pasado un par de semanas, y mientras imaginaba todos aquellos escenarios, el metro llegaba abriendo sus puertas e invitándolo a pasar.


Casi siempre tropezaba con el mismo revisor gordo y antipático al que ni siquiera miraba a la cara: ¡Gilipollas! 


Una vez dentro, era uno más de la manada de asqueados: curiosos, morbosos y sin vergüenzas, dispuestos a pasar del prójimo, con tal que sus instagrameables vidas no se afectaran.


Ese lunes sería distinto.


Mientras observaba a su alrededor, se descubrió retrocediendo al ver un hombre robusto que habría podido arrojarlo a la vía sin ningún esfuerzo, huyendo con total impunidad. Pensó que había perdido su oportunidad; la posibilidad de evitar la vergüenza a posteriori de su familia, las preguntas sin resolver, una posible indemnización. Rechazó inmediatamente la idea de que otro, por muy loco, se llevara el mérito de su deceso. Quería revelarse, rebelarse, que todos los involucrados, desde el indiferente revisor, hasta su madre, en la residencia, le vieran a él, que llevaba solo e invisible tantos años.


Todos reconocieron, luego, las voces de alerta: sus malas reacciones , el ensimismamiento, las quejas infinitas. Ramón era una figura gris, un hombre de silueta alargada que podría confundirse con una sombra.


Saltaría.


El tren se acercaba a su hora. Su corazón se aceleraba... Apoyó la mochila en el banco de piedra de la estación, cuyo contenido había preparado desde el día anterior. Sudando, bajó la cabeza, se sintió mareado, apretó los ojos y escuchando el estruendo de la maquinaria acercándose, aceleró intempestivamente precipitándose a la vía, mientras el revisor "gilipollas", le enganchaba del brazo casi en el aire, impidiéndole la caída.


...Era la primera vez que subía al teleférico del Montjuïc. Le gustó ver gente alegre, casi radiante que le abría paso amigablemente. Sobrevivió; pero aquel revisor, con quien cada mañana se encontraba, no evitó el golpe que le destrozó la columna y desfiguró el rostro, dejándolo casi sin habla.


Esperanza, la chica ecuatoriana que no podía evitar sonreír al ver a Ramón en el tren, ahora empujaba su silla de ruedas.


Barcelona desde el cielo era hermosa, Ramón podía verla ahora y veía su vida como nunca antes... Maravillosa, maravillosa, maravillosa.


 

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