LA CIUDAD SUBTERRÁNEA
Hace 30 años yo surcaba las vías del metro como el arrastrero vasco surca las aguas del Índico, entre Somalia y las Seychelles, persiguiendo atunes.
Nuestras rutas de metro eran mucho más limitadas que las del barco. Había cuatro líneas, la roja, la azul, la amarilla y la verde y, además, eran mucho más cortas que ahora. Llegué a aprenderme de memoria todas las estaciones del metro de Barcelona, sus enlaces, sus kioscos de prensa, sus puestos de chuches, los lugares donde los poetas del hurto achicaban espacios para conseguir una cartera y cómo hacer para evitarlo, tanto que nunca me han robado en el subterráneo a pesar de haber sufrido varios intentos y sólo una vez le tuve que decir al aprendiz de poeta que aprendiera a escribir cuartetos antes de pasar a empresas mayores como los sonetos. Era un ladrón novato y yo un viajero experto, no hizo falta ni un empellón ligero, como de cortesía, para invitarle a ir a la Facultad donde se gradúan los carteristas.
Ahora, cuando vuelvo al metro, me renuevo como viajero de raíles.
Un día de Febrero me acerco a Llefià, en Badalona. Un barrio de los que nunca existió para la alta burguesía de Barcelona. Sigue sin existir. Un barrio de la ciudad extramuros. Quizá el “Far North” de Barcelona y su área Metropolitana, pero ahora tiene metro y hospital.
En Llefià las calles son tan empinadas y el metro tan profundo que hay dos Llefiàs, la de la superficie en badenes y mal hecha para los enfermos cardiorrespiratorios, y otra plana, diferente, muy bajo tierra, cual galería de una mina excavada en una montaña sin oro ni diamantes.
Poca gente en el andén, no es hora punta, hago fotos, todos me ven, nadie protesta. Estoy en un lugar mágico de las profundidades que hace 30 años no existía. Viviendo el sueño de un metro que hace tres décadas era quimera, cosa de iluminados, transporte de trabajadores precarios y personas en paro que ahora no tardan tres horas en llegar al centro de Barcelona ni se arruinan por el camino.
Me voy de Llefià como si me bajara del transiberiano en Irkuts, a donde Julio Verne llevó al correo del zar, absorto.
Enfilo "La Sagrera", territorio intramuros, aunque quizá aún algo suburbial para aquellos que al salir de su jardín pisan tierra hostil.
Poca gente en los vagones. Algunos son jóvenes y no recuerdan que el metro en esta zona aún tiene el DNA recién parido.
Soy un animal extraño en este mundo nuevo mientras el tren me devuelve a territorio conocido.
Hago fotos. Quiero provocar una reacción y no provoco nada: esa chica, cuyo rostro ni vislumbro, ha vuelto la cabeza hacia los intrincados dibujos del suelo en cuanto ha visto que yo me detenía a tomar una fotografía. ¿Qué secreto esconde? ¿Qué miedo tiene? Ni siquiera entra en el tren que va a partir sin ella, se queda ahí, fija, quieta, inmóvil al modo de las estatuas como si yo fuera la Hidra de Lerna que la tuviera que convertir en piedra con mi objetivo.
Sigo el camino de un transbordo largo, algo tortuoso y la vida empieza a fluir de nuevo.
Y al fin me vuelvo transparente y no existo. Los pasajeros observan sus móviles o miran hacia un infinito por descubrir.
Y en el siguiente transbordo, piso de nuevo territorio conocido y asomo en la plaza Joanic donde me asalta el aroma a empanada argentina del garito porteño del que me hice adicto.
No es preciso conocer la estación de Canal Street al Sur de Manhattan para saber que en la gran Barcelona la ciudad subterránea ha vuelto a la vida y su corazón sigue latiendo.