El espiral
Un leve zumbido en los oídos fue lo único raro que percibió. La música sonaba atronadora, los ojos cerrados, la cabeza agitándose en una afirmación continua, la mitad del pie marcando el ritmo. Fue ese pie el que se paró de golpe, detuvo la cabeza y abrió los ojos. Las guitarras continuaban sus chirridos cuando el hombre vio la mano bajo su bota, siguió el camino que le indicaba el brazo hasta perderse en una masa de carne y sangre. Se arrancó los auriculares de golpe y los gritos y lamentos se metieron en su cabeza. Se giró sobre sí mismo y vio varios vagones atrás a decenas de personas cercenadas, sangrantes, corriendo hacia su encuentro. En aquel momento no entendía lo que sucedía. Una mujer sin dedos, con los ojos encendidos y la cara ensangrentada se acercaba hacia él con un grito ensordecedor. Entonces despertó.
Los acordes de las guitarras retumbaban en los auriculares. La mujer al lado de su asiento lo miraba con extrañeza. El hombre tenía la respiración agitada. Le sonrió con tristeza a la mujer y se miró los pies. Entre las botas vio el maletín. Se sintió aliviado. Miró a su alrededor cuando el convoy entró en la estación. Todavía faltaban dos más para su destino. Respiro profundo, buscando tranquilizar su cuerpo. Cerró los ojos, pero tuvo que abrirlos de inmediato cuando sintió una mano en su rodilla. Frente a él, un niño lo miraba sonriente. Detrás, su madre le decía algo que él no escuchó tras la música, pero entendió que le pedía que lo dejara en paz. Él quiso sonreír, pero no pudo, faltaba una estación. Entró en tensión cuando vio que el niño pateaba su maletín, levantó la mano pidiéndole que no lo hiciera, escuchó el grito de la madre entre un solo de batería. Entonces el niño lo pateó en la espinilla con fuerza. Se hartó, lo empujó tan fuerte, que se fue al suelo. La madre le arrancó los auriculares, le decía algo que no entendía, porque toda su atención estaba en la gente que comenzaba a entrar al vagón. Se levantó de un golpe y empujó a la madre, se agachó sobre el maletín, lo abrió. Entonces despertó.
Una mano tocaba su hombro. El autobús estaba vacío, la música de un piano se arremolinaba en su cabeza. Entendió al chofer sin necesidad de escuchar. Se levantó. Tomó su abrigo y su maletín y bajó del bus. El día era claro, templado, con un sol que abrigaba la piel. Respiró profundo cuando la melodía terminaba. Dejó el maletín sobre el pavimento. Luego dirigió la mirada hacia la entrada del metro. Una gota fría recorrió su espalda cuando vio a la mujer sin dedos mandar un mensaje antes de descender hacia la estación. Se quitó los auriculares, los guardó con cuidado dentro del maletín. Aprovechó para revisar que todo estuviera en orden. Bajó las escaleras despacio. La tarjeta marcó la fecha límite de uso: quince días después. La tiró en la primera papelera que encontró. Sonrió confiado al entrar al andén, pero se desmoronó al escuchar la risa del niño y su madre. Dudó por un momento, pero se hacía tarde. Tenía que decidir pronto. Se colocó de espaldas a la madre y el niño. Cuando entró el convoy, la mujer sin dedos seguía enviando mensajes en su móvil. Se abrieron las puertas y antes de entrar se giró, miró a la madre a los ojos.
- Tomen el siguiente, por favor –
Las puertas se cerraron, mientras el niño le decía adiós con la mano.