EL ANDÉN DEL TIEMPO

Siena Bastida

Las agujas del reloj marcaban las 06.57 horas. En el silencio del incipiente alba, el sonido del segundero marcaba unos instantes que parecían eternos. Emilia esperaba como cada mañana sentada en el sofá, preparada desde hacía ya unos minutos, pero demorándose para salir a la hora exacta.


 


El sonido de la esfera señaló la hora punta. Cogió el bolso, besó a su gato y, como cada mañana, recorrió su itinerario habitual a lo largo del carrer Sugranyes. Saludó a Montse, la panadera, quien, junto a los escasos vecinos que sacaban a pasear a los canes en esa ya cálida primavera, eran las únicas almas que se vislumbraban aquella mañana. 


 


Entró en la estación de metro de Santa Eulàlia por la Riera Blanca y saludó con un gesto al hombre de tez blanca que, junto al fotomatón, hacía sonar con su acordeón una melodía romántica. Introdujo su tarjeta rosa en el torno de entrada y subió las escaleras, presintiendo que iba a ser una buena jornada. Emilia tomó el mismo banco que tenía por costumbre. Tampoco era casualidad esa elección, tenía una óptima vista del acceso al andén y observaba a cada persona que ascendía por las escaleras mecánicas. 


 


La vibración de las vías retumbaba en el túnel y el silencio del lugar se veía sutilmente interrumpido por los escasos pasajeros que a esas horas se dirigían apesadumbrados a trabajar. La cuenta atrás en la pantalla lumínica se hacía eterna. Quedaban 22 segundos y él no llegaba. Se levantó, volvió a dar una ojeada a ambos lados y entró en el vagón un tanto desilusionada. Cuando las puertas estaban casi cerradas, hizo acto de presencia con esa sonrisa sincera y una rosa roja en la mano derecha. 


 


- Bon dia Emi! -ella abrió los ojos conmovida al tenderle la flor que portaba. Sólo una persona de su pasado la había llamado así y al instante reconoció esa voz tan emocionada. 


 


- Fede, ¿eres tú? -le preguntó mirándole perpleja como si estuviera ante la imagen de un fantasma. 


 


- Sí, finalmente me he armado de valor y he decidido que hoy sería el día que rompería la coraza.


 


Emilia se retrotrajo al pasado. Tenía apenas 17 años cuando conoció a Fede. En pocas semanas se enamoraron como dos adolescentes, pero él tuvo que partir a Ceuta para ejercer el servicio militar. Se prometieron amor eterno junto al andén de la vía 2 de la Estació de França, esas mismas vías que años después volverían a ser testigos de su reencuentro. Aún recuerda como un telegrama, portador de malas noticias, llegaba a la casa familiar a escasos meses de su marcha. Fede había fallecido en un accidente, sumiéndose ella en la más profunda tristeza. Sin embargo, su destino ya estaba escrito en forma de propuesta de matrimonio con el heredero de una familia acaudalada. Un hombre que la única felicidad que le había reportado en los más de 40 años de matrimonio eran dos hijos y una muerte que llegó como un alivio después de años de palizas y aflicción desmesurada.


 


Lo que ella desconocía era que su madre había hecho añicos todas las cartas que Fede le había enviado mientras se recuperaba en el hospital y que, a su vuelta a la ciudad condal, la noticia de su inminente enlace rompería en mil pedazos el corazón del joven. La verdad finalmente salía a la luz con una mezcla de angustia y esperanza.


 


He de bajar ya, tengo que llevar a mis nietos al colegio -afirmó Emi tras escuchar la voz de megafonía anunciando que La Sagrera sería la próxima parada-. Me alegro de haberte visto. ¿Nos vemos mañana aquí de nuevo?


 


-Misma hora y mismo lugar.

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