Encastre

Talita

Hoy es diferente, pero hace 25 años no cualquiera tenía una consola de videojuegos en el pueblo. Javi sí, él tenía una. Una vieja, claro. Cuando éramos chicos todo lo que llegaba al pueblo llegaba tarde y casi siempre usado. Me acuerdo esperar ansioso a que me invitara a merendar a su casa después del cole. La mamá preparaba la misma chocolatada que me servían a mí en casa, pero ahí tenía otro sabor: preámbulo de la gloria. Yo sabía que tenía que hacer buena letra, así me volvían a invitar la semana siguiente: agradecerle a la madre, tomar sin hacer ruido la chocolatada, no rechazar las galletitas pero tampoco comer muchas. Todo medido. Cuando terminábamos la merienda esperaba callado a que Javi dijera:


-¿Qué hacemos? ¿Salimos con la pelota o querés quedarte jugando con los jueguitos?


Ahhh, perfecto. Decía bajito que mejor adentro porque me dolía el pie y cinco minutos después ya estaba sentado frente a la tele viendo como bajaban las piezas del Tetris. Primero muy despacio y a medida que avanzaban los niveles, rápidamente. Me obsesionaba hacer girar las piezas y ver cómo ese pequeño puzzle 2D se iba entrelazando sin fin. Javi perdía rápido y se ponía a leer comics, pero yo seguía, totalmente encantado con el movimiento hacia abajo y a los costados de cada pieza. La bendita pieza larga: la salvadora. Llegaba esa y era tan feliz, podía ver como desaparecían de a cuatro las líneas de la base. Euforia. Cuando volvía a casa me pasaba el resto del día viendo cada cosa como una pieza del juego. La mesa y las sillas, que se podían acomodar bien pegaditas al borde. Un florero arriba. Los cajones que entraban en la cómoda. Me imaginaba acomodando una pieza larga y haciendo desaparecer cosas. Otra vez euforia.


Pienso en eso ahora, justo acá, a miles de kilómetros de la casa de Javi, tan lejos del pueblo, porque cada vez que me subo al metro me invade la misma sensación. Me acomodo en un costado del vagón, que para cuando llega a la estación Glòries está ya bastante lleno, y dos estaciones después las puertas se abren en Arc de Triomf y una masa amorfa intenta acomodarse en los espacios que quedan. No puedo menos que vernos a todos como piezas intentando ubicarse en el rectángulo de una pantalla, despacio en las primeras estaciones y con un devenir caótico después, a medida que el metro avanza en su recorrido por la línea uno, la línea roja, roja como la pieza larga. Los cuerpos no son lo único que se acomoda, el brazo de una mujer me pasa frente a la cara pero no me tapa los ojos y me desespero. Me desespero porque las miradas también son piezas en el juego del metro. No sé dónde descansar mis ojos. Trato de no mirar a nadie a la cara, me concentro en el brazo de la señora y su camisa blanca, pero mis ojos suben un poco y hacen contacto con los ojos grandes, hermosos, de una chica que va sentada. Nos miramos menos de un segundo, pero es como un eón en el tiempo del sostenimiento de miradas. Ella baja los ojos y los fija en el maletín del señor que va parado enfrente. Encontró su espacio para caer y encajar. Yo vuelvo al brazo de la señora. Por un segundo pensé que, tal vez, esos ojos serían mi pieza larga. Pero no. Ya no hago nunca cuatro líneas de una. Ya no hay euforia. Capaz de ser adulto era eso y Javi lo sabía de antemano, por eso se aburría rápido y se ponía a hacer otra cosa. Pero era generoso conmigo y me dejaba seguir con el juego, crédulo, esperando mi pieza larga, emocionado por la promesa de euforia, inocente frente al futuro.

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