Los recuerdos

JAP VIDAL

De repente Alina pasó de recuerdo a materia. Se hallaba al lado de la cama de su nieto Adrián. Observó el cuerpo inerte pero aún caliente de la persona que siempre la había recordado como una abuela afable.


En aquel lugar ya no pintaba nada, así que salió de la casa a la búsqueda de su nuevo destino.


Nada más pisar la calle se dio cuenta de que aquella ya no era su ciudad adoptiva, había dejado de serlo hacía ya muchas décadas. Preguntó a un joven y este le dio unas indicaciones. Lo primero era entrar en el metro. Observó que aquel transporte no se parecía en nada al que ella había utilizado en el pasado. Había unas escaleras que se desplazaban solas y era difícil para una anciana como ella coordinar los movimientos para no caerse al bajar por ellas. No sabía en qué dirección debía ir, así que preguntó a una pareja con una niña pequeña.


– Hola, ¿Sagrera? – dijo con voz débil pero clara.


– ¡Nosotros vamos allí! – contestó la niña.


 


Acompañaron a Alina, esperándola con paciencia cada vez que tenían que bajar escaleras mecánicas.


 


– ¿Cómo te llamas? – le preguntó la niña.


– Alina – contestó ella con una sonrisa.


 


Aquella pequeña le caía bien. De algún modo comprendía que ella era un ser especial. Durante el trayecto por la línea roja Alina le preguntó el nombre, la edad, si iba al colegio. “Laia, tengo 6 años pero dentro de 9 días cumplo 7 y voy a segundo, pero ahora vengo de la piscina y voy a ver una película al cine con mis amigos”. Los padres observaban incrédulos la complicidad entre niña y anciana. Llegaron a la estación de La Sagrera y Alina se detuvo, parecía confusa.


 


– ¿Dónde tiene que ir, exactamente? – le preguntaron.


– Hospital Clínic.


– El andén nos viene de camino, pero ahora mejor baje por el ascensor.


 


Laia bajó las escaleras corriendo y ya esperaba fuera del ascensor cuando la anciana llegó al andén. Allí se despidieron. La pequeña le dio un beso. Alina siguió su camino y llegó hasta la puerta del hospital donde su corazón había dejado de latir en 1978. Allí la esperaban todas: Alina bebé, Alina pequeña, Alina adolescente, esposa, abuela y tantas imágenes como recuerdos había creado la mujer durante toda su vida. Todas esperaban en los alrededores, imperceptibles a los ojos de los seres vivos que pasaban por la zona. Un autobús de dos plantas se detuvo al lado del edificio. En la pantalla frontal mostraba su destino: Olvido. Los recuerdos se agolparon a las puertas del vehículo pero el conductor, un hombre obeso en uniforme negro con gorra del mismo color, gafas de pasta y barba descuidada, no les dejó entrar.


 


– Lo siento, ha habido un imprevisto.


– ¿Qué sucede? – preguntó una Alina joven y sensual de marcado acento rumano, imagen creada en la mente de uno de los admiradores secretos de la mujer en su adolescencia.


– Una de vosotras ha interactuado con una niña y se ha creado un nuevo recuerdo. Hasta que esta nueva Alina no se junte con todas vosotras no podréis marchar.


– ¿Y ni siquiera podemos subir a sentarnos en el autobús? – preguntó otra joven idéntica pero en avanzado estado de gestación y con aspecto de estar muy cansada.


– No. Tengo que ir a recoger los recuerdos de otro fallecido.


– «Vă rog, Caronte» (por favor, Caronte) – rogó una niña rumana de unos diez años y mirada tierna.


– «Îmi pare rău» (lo siento), volveré cuando estéis todas juntas.


 


El conductor cerró las puertas y partió, dejando un millar de recuerdos olvidados, esperando de nuevo a la última de ellas.

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