La muerte en el alma
Era un día cualquiera con nubarrones grises cubriendo el cielo y, como cada mañana, bajaba por las escaleras de la metro L3, junto a decenas de personas apresuradas. Sin embargo, ese día algo nos sorprendió sacándonos de nuestra habitual cotidianidad urbana: al bajar los mismos idénticos escalones, nos topamos con una serie infinita de cruces negras dibujadas en paredes y techos de la misma idéntica estación de metro que aquel día aparecía distinta. El espectáculo estaba entre el aterrador, el macabro y el divertido, seguramente algo insólito y ostentoso para anónimos muros grises como aquellos. La estación se había transformado en un camposanto repleto de cruces perfectamente alineadas y semejantes a las de los tristes cementerios de guerra donde cada tumba recuerda una vida rota en tierna edad de combate. La gente murmuraba levantando la mirada de sus pantallas móviles y yo también me quedé boquiabierta con el cuello torcido para observar la obra de arte de humor negro que un pobre diablo había pintado durante la madrugada. Su necrópolis tétrica e inocente al mismo tiempo me hizo sonreír pensando que él no hubiese podido elegir un lugar más apto para expresar su duelo interior ya que estábamos todos bajo tierra, exactamente como los cadáveres en las entrañas del barro. El artista nos había sepultado en los "Hades" de los antiguos Griegos y había devuelto, a su pesar, la justicia al Mundo de los Difuntos que cada mañana profanábamos engullidos en las galerías y recorridos serpenteantes de las metropolitanas de medio mundo. Todos enterrados vivos con los ojos clavados en pantallas anónimas como si fueran nuestras propias lápidas visuales, en antítesis con las normales relaciones humanas. No obstante, aquel día un espectáculo aterrador tuvo el poder de levantar los ojos de la gente y de borrar su prisa habitual y hasta el aroma a café del bar de la estación, como cada día. Por un momento nos dimos cuenta que era anómalo vivir bajo tierra sin aire, ni luz natural y que estábamos engullidos en el Inframundo haciendo parte de aquel show artístico e inanimado de las paredes que tomaban vida como si nosotros fuéramos zombis entre cruces negras. A mi me salía la risa al mirar los encargados del metro que no sabían que hacer delante de semejante panorama terrorífico. Me imaginé al artista mientras contemplaba el revuelo involuntario que había causado y consideré que aquella era una obra de arte viva, aún representando un símbolo de muerte. Tuvo el poder instantáneo de despertar la curiosidad de los que pasaban en el mismo lugar de siempre y, aún más, pudo distraer la gente de sus pantallas adictivas. Hasta un grupo de jóvenes latinos apagó la música que probablemente les pareció inadecuada para un camposanto de aquellas dimensiones extraordinarias y empezaron a mirar atónitos mientras seguían moviendo sus caderas en silencio. Desde los trenes abarrotados bajaban cada vez más pasajeros para admirar aquel espectáculo raro y, entre tantos, noté un chico apartado, con la mano manchada de negro y la mirada baja. Seguramente era el artista que había sacado la muerte de su alma y que ahora estaba orgulloso de haberla sabido colocar en el lugar adecuado, enterrando su pena bajo tierra para siempre, ofreciendo un digno lugar de sepultura a los tantos muertos anónimos como él, sin nombre, ni cara. Aquella era una gran fosa común donde cada día se hubiese podido rendir homenaje, con una simple mirada, a todos los difuntos de cada bando y de cada tiempo.