Juegos del transporte metropolitano

Milena Jesenska

Corría el año 2050 y sí o sí quería participar a toda costa, a pesar de que su familia se oponía a ello. Era un momento único que solo se repetía cada diez años. La primera vez que se celebraban los Juegos no pudo presentarse porque su mujer estaba embarazada y creía que debía estar a su lado, pero ahora que su hijo tenía diez años, se sentía preparado para ello y no tenía por qué perderse entre parada y parada… Únicamente tenía que subirse al metro, recorrer las estaciones más importantes de Barcelona bajo tierra y averiguar dónde tenía que bajar para volver a ver a su familia. Ninguna parada estaría señalizada, y por ello, tendría que aprenderse bien toda geografía principal de cada barrio porque si se saltaba alguna plaza o calle principal, estaría literalmente perdido. Todas las señalizaciones que normalmente ayudaban a los pasajeros a situarse en el metro se habían borrado para el evento, incluso los colores, todo estaba en blanco y negro. El juego consistía en dar la vuelta a Barcelona y parar justo al principio del viaje sin ninguna otra orientación que la brújula, el reloj y su capacidad para contar paradas en el periodo máximo de una semana. Debía cambiar al menos cuatro trenes diferentes y los altavoces nombraban la parada a la que había llegado una vez había partido el tren, no antes. No podían salir de las estaciones o perderían la maratón, de tal manera que se tenían que alimentar con máquinas de snacks y mantenerse despiertos a base de cafés. A veces, en el recorrido podían encontrarse objetos perdidos que podían incorporar al viaje, como aparatos de música inalámbricos o máquinas de videojuegos, pero los teléfonos móviles no estaban permitidos y eran motivo de descalificación debido a que la comunicación entre personas facilitaba la salida del laberinto de tierra. Entre viaje y viaje podían dormirse e incluso cambiar de tren, pero siempre con el riesgo de coger el metro del camino inverso y volver a casa sin éxito. Pero eso no era lo peor, lo peor habría sido terminar la semana en el extrarradio, sin dinero y sin billete de vuelta para volver con su familia. Si todo salía bien, la organización del evento llevaría a su familia hacia la estación de La Sagrera, justo al lado de la Meridiana, donde a treinta pasos alrededor de las paradas de metro se congregaría toda la comunidad de vecinos a la espera de su llegada. Llegó el día de la partida y aunque su familia no estaba de acuerdo, le acompañó; el premio era un viaje sobre la faz de la Tierra. El mundo se había vuelto literalmente del revés y solo los que tenían dinero podían permitirse vivir en la superficie. Esta era la gran oportunidad de su vida, poder volver a atisbar el exterior como sus antepasados. Partió sin problemas y consiguió descansar en las estaciones más importantes, no en los trenes. Bebió cafés para mantenerse despierto el máximo tiempo durante el día. Contó las paradas con la exactitud de una máquina y lo hizo todo tal como se esperaba. Sin embargo, dos paradas antes de llegar a su destino, no pudo resistir la tentación, la brújula marcó 180º dirección noreste. Sabía que era un poco pronto pero cuando pasó por debajo supo que había llegado. Oyó el tumulto de la gente congregada y es que La Sagrada Familia estaba recién terminada.


 

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