Tres minutos
—Admítelo, Ana: tú no me quieres.
La voz de Jorge, grave, aunque no especialmente seductora, se impuso sobre la de la megafonía, que anunciaba la proximidad de la siguiente estación. Estaban llegando a Urquinaona.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Lo dices en serio? —Ana sonrió sin malicia.
Algunos pasajeros se preparaban para bajar. El tren se paró, suavemente.
—Es que tú no dices nunca nada.
—¿Que yo no digo nada? Pues si vieras a mi amiga Irene…
—Tu amiga me da igual. Estoy hablando contigo, Ana. ¡No me hablas!
El vagón, algo más vacío, se había puesto de nuevo en marcha. Una mujer con un bolso color mostaza consultaba el móvil con mucha atención.
—Hablo lo que hablo, Jorge. ¿Qué quieres?
El tono de Ana era tranquilo, paciente, aunque sus palabras se solapaban un poco con las de Jorge.
—Que me digas algo; algo, Ana. Algo que no sea “pásame el agua”.
Ana se irguió un poco en el asiento, lentamente. Pareció que se esforzaba por comprender cabalmente lo que Jorge le estaba diciendo, como si estuviera matizando sobre la marcha lo que iba a decir a continuación.
—De verdad, Jorge: ¿qué os pasa a los hombres?
—¿A los hombres? ¿Es que hay otros?
—¿Cómo que si hay otros? — Ana abrió los brazos—. No; no hay ningún otro.
—Estás siempre callada, Ana; ausente. Ya no sé qué pensar.
Se acercaban a Catalunya. El repentino bullicio de un pequeño grupo de viajeros concedió a Ana unos segundos de margen. Suspiró sin desdicha, casi con alivio.
—Intento decirte cosas que no sepas.
—Es que no sé si me quieres.
—Pues sí que te quiero.
—¡Ana!¡No!¡No vale! ¿Por qué lo has dicho tan pronto? ¡Habíamos quedado en que por lo menos tres minutos!