Viaje incierto

Araceli Ayelén

Viaje incierto


Cuando salí de casa a primera hora de la mañana, aún era de noche. Las luces de las farolas apenas iluminaban la calle. Hacía frío y con la prisa, no había cogido la chaqueta.


Crucé los brazos sobre el pecho, para entrar en la tibieza de mi respiración. Miré hacia el parque de Colserolla y una nube inmensa, plomiza, amenazaba con cubrirlo todo.


Tampoco traje el paraguas, pensé, mientras apuraba el paso de mis pies helados.


Casi de inmediato, me di cuenta que no había nadie en la calle. Me pareció extraño la ausencia de personas. No estaban los trabajadores a quienes veía cada día, cuando iba al trabajo.


No es festivo, hoy es miércoles,  concluí.


Miré hacia atrás, buscando un rostro conocido, pero nada, la calle estaba desierta. Me dirigí hacia la parada del autobús, el V29 y tampoco había nadie. No estaba la señora que trabaja en la residencia de ancianos, a quien saludaba cada día.


De repente, sentí un olor nauseabundo, como de restos de carne podrida que me estalló en plena cara. Una arcada violenta me hizo temblar . Me pregunté de dónde podría salir esa pestilencia que parecía abarcarlo todo. No había basura alrededor, ni alcantarillas de agua que podrían estar estancadas. Pero, llegaba de algún lugar que no podía precisar. Cada vez se hacía más difícil respirar, me había puesto la manga de la camiseta en la nariz para poder inhalar con facilidad.


Al levantar la vista hacia Via Favencia, logré divisar el autobús que bajaba por calle Almansa. Respiré con alivio, y sentí una leve calma, que al instante percibí como efímera.


El autobús iba a gran velocidad hacia donde yo estaba. Lentamente, de manera insegura, levanté el brazo para que se detuviera. El conductor clavó los frenos, y abrió la puerta. Dudé si subir o no, pero temía llegar tarde al trabajo y que me llevaran la atención.


         El chofer  llevaba una mascarilla gris. Sus ojos eran glaucos, sin vida, pero aún así su mirada era amenazante. Murmuré: “Buenos días”, sin obtener respuesta. Al irme hacia atrás, miré sus manos que se aferraban al volante. Estaban surcadas con venas como cables azulados. Sus dedos eran largos, parecían garras, uñas afiladas de color dorado.


         El autobús iba completamente vacío. También percibí la hediondez que flotaba. El interior me ahogaba, era como estar dentro de algo viviente que, con su aliento me robaba el poco oxígeno que quedaba. Caminaba sobre algo blando y húmedo. Miré hacia abajo, una alfombra que creí una lengua gigante, se movía lentamente debajo de mis pies.


         Como pude, me senté en el asiento de atrás. Cada vez sentía menos fuerza vital y me resultaba difícil pensar con claridad. Miré por la ventanilla y no reconocí dónde estaba. Fuera, había una neblina densa que opacaba las aceras y la calle. No lograba divisar nada. Empecé a pellizcarme con fuerza la muñeca izquierda. Sentí dolor, con una uña casi me abrí una pequeña herida. Cuando vi que la sangre empezó a brotar, dejé de hacerlo. Necesitaba saber que estaba en un lugar que era real.


         Pasaron unos minutos y, en lo que me pareció una parada de Avenida Meridiana, el chofer frenó el autobús abruptamente. Me miró por el espejo retrovisor, y con su mano dorada me señaló la puerta de atrás que se abría.


         Sin dudar, me levanté, intentando no perder el equilibrio. Me adentré en la neblina espesa. Levanté el brazo izquierdo frente a mí, para evitar tropezar con algo, y me pregunté si al día siguiente cogería el mismo autobús.


 

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