Oda a Greta

Meraki

Barcelona, 1963. Primavera.


Audrey Hepburn lucía un vestido negro que se ajustaba a su esbelta figura. Con su mano derecha acariciaba el gato pelirrojo que se aferraba a su hombro y de su cuello colgaba un enorme collar. Greta jamás había visto a una mujer tan hermosa y elegante.


El cartel publicitario se había fijado en una de las paredes exteriores del edificio donde vivía su abuela. Greta siempre se quedaba anonadada al verlo. No conocía a ninguna mujer que vistiera así y le asombraba la fuerza y la sensualidad que desprendía.


Su madre era una gran cinéfila y admiraba profundamente a Greta Garbo. Decía que su rostro de esfinge le había causado una honda impresión y que por ello había elegido ese nombre para su hija. Esas actrices de Hollywood son mitos inalcanzables para nosotras, Greta, le confesó un día.


Greta tan solo podía ver el cartel una vez por semana, cuando ella y su madre visitaban a su abuela. Y en cada una de esas visitas Greta miraba embobada a Audrey.


Barcelona, 1981. Verano.


Las puertas del autobús se abrieron y Greta entró rápidamente para protegerse del asfixiante calor. Se sentó en uno de los asientos vacíos y por un momento quedó cautiva del reflejo de su propia imagen: su rostro, que no poseía nada sobresaliente, hoy parecía más atractivo a causa del maquillaje. 


No pudo evitar desviar la mirada y cerrar los ojos. Tanto tiempo deseando ser otra, queriendo ser más alta, más delgada, más elegante... Había pasado mucho tiempo desde que Greta vio por primera vez el cartel de Audrey Hepburn, pero jamás había olvidado el impacto que le causó.


Greta respiró hondo y volvió a enfrentarse su reflejo. Le había costado mucho superar esos anhelos imposibles y cada día se esforzaba por aceptarse tal y como era. Algunos días eran más duros que otros, pero desde que esa enfermedad la había dejado postrada en la cama durante meses daba gracias cada vez que recordaba que podía volver a andar, respirar y comer sin necesitar ayuda. Su cuerpo era capaz de darle todo eso y mucho más.


 Barcelona, 2023. Otoño.


A pesar de llevar gafas, Greta no veía muy bien. Parpadeó un par de veces para aclarar sus ojos y miró a través de la ventana del autobús. El verano había sido muy caluroso, el peor de todos los que recordaba, y por fin habían bajado las temperaturas. Se entretuvo con su reflejo en el cristal y observó con cariño las arrugas en la comisura de la boca, los pliegues alrededor de los ojos y el cabello grisáceo.


Hacía tiempo que Greta había alcanzado la madurez y sus manos nudosas habían sido testigos de muchos abrazos y caricias. Sus caderas se habían ampliado con los hijos y sus pechos habían crecido para amamantarlos. Ya no quedaba nada de aquel cuerpo de juventud, pero donde antes sentía dolor ahora había paz y aceptación. Su cuerpo era su templo y con él había viajado, había amado y, sobre todo, había vivido.


Al bajarse del autobús siguió un camino que conocía muy bien. Tal y como había hecho cada semana cuando era pequeña, Greta se acercó a la pared donde extrañamente aún sobrevivía el cartel de Audrey Hepburn. Ya no era reconocible, puesto que el tiempo y el clima lo habían destrozado, y apenas quedaban algunos jirones en la pared. Lo había visto deshacerse y palidecer ante el sol y tan solo quedaban unos pocos trazos de las piernas.


Greta sonrió y se encogió de hombros. Ni siquiera las estrellas de Hollywood eran capaces de escapar del paso del tiempo. 

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