El viaje…

Felgal Stöger

Subió al metro como lo hacía todos los días.


Y se sentó en el mismo asiento, desde donde disfrutaba contemplando a la gente y analizando sus rostros y sus miradas. Inspeccionando su alma e imaginando sus vidas. Siempre pensó que tenía un don para eso.


Creando historias en el metro reparó, de pronto, en una anciana con expresión vacía. Era una mujer extraña. Algo en ella lo cautivaba. Intentó imaginar su historia, pero nada. Esa anciana tenía algo distinto. No podía ver ni su pasado, ni su presente. Le era imposible deducir su vida.


Puso toda su imaginación a trabajar en ella. Pero nada. Concentrado en esa intrigante mujer, se dejó vencer por el sueño. Al poco tiempo despertó.La anciana seguía allí. Inmóvil, con su expresión vacía.Sin embargo, el metro era distinto. La gente a su alrededor también era distinta. Todo parecía extraño, confuso, antiguo.


Mirando para todos lados, reparó en sus manos, jóvenes, firmes, sin arrugas. Se puso de pie de un salto y buscó, desesperado, su reflejo en uno de los vidrios. Era él, no había dudas, sólo que veinte años más joven. Se creyó soñando y se pellizcó con todas sus fuerzas, como lo hacen en las películas. El grito hizo que todos los pasajeros se voltearan hacia él, salvo la anciana, que seguí allí, inmóvil, con su expresión vacía.


Estaba mareado y confundido. Pero de pronto algo le resultó familiar y con los ojos encendidos miró fijo a la anciana mientras se dejaba caer nuevamente en su asiento. Ya sabía qué pasaba. Ahora todo tenía sentido. Su corazón latía enajenado, inundando su cuerpo de una certeza extraña. Una certeza que cobraba fuerza y lo consumía.


Se había despertado en un recuerdo. Sabía exactamente el año, el día, la hora. Lo recordaba todo. Recordaba, incluso, a esa anciana extraña que ese día, a sus veinticinco años, se había guardado en su memoria con la fuerza de una instantánea tomada hacía vidas.


De pronto se le ocurrió que tenía la posibilidad de reescribir su destino y cambiar, con el poder de la experiencia, la suerte ya vivida. La emoción de una nueva etapa se apoderó de él. Ya planeaba su futuro, imaginaba los millones que ganaría a la lotería. Los libros que escribiría y lo famoso que las películas de otros directores, a él lo harían. Todo era maravilloso, un nuevo mundo de promesas y éxitos lo esperaba a la salida del metro.


La emoción inundaba su alma con la paz de una caricia. Las ideas se amontonaban en su mente, prometiendo fama, fortuna y un éxito que hasta ahora no conocía. Sin embrago, en ese momento, una violenta revelación abofeteó su cerebro, sacándolo de su ensoñación profética. Faltaban poco menos de diez años para que conociera al amor de su vida.


El pánico se apoderó de él. El más mínimo cambio podía alejarlo de ella para siempre. El más mínimo cambio podía evitar el contacto que los hizo carne y a los pocos días un alma misma. Se encogió tanto que el aire no llegaba a sus pulmones. Estaba aterrado. Preso del mecanismo del tiempo que lo acechaba con precisión siniestra y amenazaba con quitarle lo que él más quería. Por eso se puso de pie y tratando de recordar el resto de su vida, se bajó en la misma estación en la que había bajado veinte años antes.


Y mirando a la misma anciana que había visto ese día, le suplicó, con el silencio de su mirada, que le ayudara a recordar cada paso, cada momento, para repetirlo cada día. Cuando el metro abandonaba la estación la anciana seguía allí. 


Inmóvil, con expresión vacía.

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